Tenemos Algo en Común: EL PERDÓN




Sonó el timbre con fuerza, retumbó en la habitación donde descansaban Marta y Matías sobresaltándoles.

El día había sido agotador, pues los disturbios ocurridos en las calles de la ciudad tras la huelga general que se había convocado contra el gobierno pidiendo trabajo, pan y libertad, acabaron con estallidos de violencia.
Hubo varias explosiones frente al congreso, los ánimos estaban caldeados. A duras penas consiguieron llegar a casa después de pasar por varios controles policiales, viendo cómo eran detenidas varias personas sólo por su aspecto sospechoso: unos vaqueros y una incipiente barba.

Matías era un enlace sindical, comprometido con los obreros, pero alejado de toda violencia. Marta trabajaba por horas en la limpieza de una oficina, cuando no, ejercía como asistenta en la vivienda de un director de banco de una sucursal de un barrio obrero.

Así transcurrían sus vidas agotadoras. Poco tiempo les quedaba para ellos, el poco que podían compartir lo vivían plenamente, pues su amor existía desde niños, cuando se conocieron en el colegio al que los dos asistían.

La puerta se vino abajo. Entraron varios individuos vestidos de paisano metralleta en mano, gritando: ¡Tienen que estar, mirad bien todos los rincones! Llegaron hasta el dormitorio. Allí estaban aterrorizados, abrazados con el miedo en el cuerpo. ¡Aquí están los cabrones! Les agarraron, separándoles violentamente, llevándoles a distintas habitaciones. Los dos se miraron con una profunda tristeza y un inmenso afecto. Sabían cómo las gastaba la policía política. Hacía dos meses "desapareció" un viejo compañero de Matías de la facultad de medicina.

Acabado el registro con el botín obtenido, algunos panfletos convocando a la huelga general, les introdujeron en vehículos diferentes tan negros como los coches fúnebres. Mal presagio ―pensaron ambos.

En el calabozo, un sótano inmundo lleno de humedad y suciedad, estaba Matías preocupado por la suerte de Marta.

A ella la llevaron a una celda comunitaria, dieciséis mujeres y tres niños se encontraban allí.

Comenzaron los interrogatorios con Matías. Atado le introdujeron un palo bajo sus rodillas, dejando todo su cuerpo desnudo colgado a un metro sobre el frio suelo. La sangre brotaba por todas partes. Ya no podía más. No había nada que contar, pero eso no parecía importarles, los golpes seguían cayendo sobre su irreconocible cuerpo. Le dejaron tranquilo, atado. Salieron sus "cuidadores" de la sala. Solo quedó por un tiempo que le pareció interminable.

Marta fue introducida directamente junto a las demás detenidas y los niños en un camión militar. Las trasladaban a un centro de "reeducación", eso les comunicaron después de las insistentes preguntas a los guardias que las conducían. No tenían éstos más de veinte años, se veía en sus rostros el miedo que le tenían al sargento. Parecía éste hijo de una bestia más que de una mujer, sus ojos estaban llenos de odio y una sonrisa sarcástica se dejaba entrever.

Llegaron después de dos horas de recorrido a un monte llamado irónicamente “de las ánimas". Bajaron del camión a regañadientes con los niños en sus brazos.

Una vieja casona casi derruida, con un solo muro en pie, sirvió de pared para ocultar uno de los actos más crueles que el ser ¿humano? ha cometido. Puestas en fila y sin más preámbulos se escuchó una atronadora ráfaga de ametralladora, después un silencio que helaba la sangre recorrió el monte.

Matías después de varios días sin salir de su celda, casi sin comer y con las heridas en carne viva, fue trasladado junto a otros muchos a una prisión, antes monasterio franciscano. Los días pasaban sin noticia de familiares. Sus preguntas sobre el destino de Marta eran contestadas con evasivas e improperios. “Te habrá dejado por otro”, era una de las respuestas más suaves que obtenía.

Trabajaban de sol a sol, en el campo, cortando árboles, transportando piedras con sus propias manos. La noche era un alivio para ellos. Matías no perdía la esperanza de poder salir de aquel infierno.

La suerte o el destino, quién sabe, se puso de su parte; debido a sus apellidos que eran bastante comunes fue liberado por error. El día anterior murió un compañero, al que llegó la orden de libertad, llamado casi igual que él. La terminación -ez, les diferenciaba. Como la burocracia era lenta e ignorante, cometieron el error de escribirlo erróneamente.

Matías fue llevado a la ciudad más cercana y dejado en la estación de autobuses. Llamó desde una cabina a casa sin resultado alguno. Después de varios intentos consiguió contactar con un amigo del trabajo, que rápidamente se puso en camino con su coche para recogerle.

Un abrazo y lágrimas les fundieron. Después y ligeramente le puso al día sobre la situación en que se encontraba el país. Aunque Antonio, su amigo, quería evitar la triste noticia de la muerte de Marta, tuvo que comunicárselo.

Una losa cayó sobre Matías, se desplomó. Antonio quedó mudo por un momento. Repuestos subieron al coche con destino a la frontera. La noche se echaba encima y aunque conocían bien las montañas querían llegar antes que oscureciera por completo.

Tras conducir por carreteras locales, alejadas de los controles militares llegaron a su destino momentáneo. Matías miró por última vez a su tierra, la que le vio nacer quedaba atrás. Su corazón se había encogido. Eran muchas las vivencias, los amigos, familiares que quedaban allá. Se despidieron con el mismo abrazo con el que se encontraron. Antonio debía de volver antes que el alba llegara, si no su familia y él podrían correr el mismo destino.

Con el dinero que Antonio le había dado, Matías llegó a la capital. Un amigo de Antonio le proporcionó un pasaporte falso. Compró un billete de avión. En dos horas salía su vuelo, no importaba su destino, sólo alejarse cuanto antes.

Desde el avión contempló por última vez el continente, la tierra de sus ancestros, camino a una nueva para él. El idioma era lo único que tenía en común con ésta.

Al principio, la añoranza se apoderó de Matías. Gracias a una persona que conoció en el avión consiguió un trabajo en un hospital como enfermero. Sus conocimientos en medicina comenzaron a abrirle puertas, aunque a él las que más le importaban era las de sus enfermos.

Vivía con dos sentimientos encontrados, por un lado su amor a los pacientes, sus “enfermitos” como él los llamaba, y por otro lado, el odio que le carcomía por dentro. No podía perdonar a sus torturadores, ni a quienes mataron a su mujer, ni a los que destrozaron su país.

Los años pasaron. Ninguna mujer ocupó el lugar de Marta, ésta seguía presente en su corazón…

Un nuevo enfermo llegó al hospital. Su acento le delataba, era de su mismo país. Un cáncer le estaba arrebatando la vida. Su estómago era un nido de células malignas. Enseguida entablaron una fuerte amistad. Tenían edad similar y coincidían con la ciudad que les vio nacer.

Matías sentía verdadera compasión por José, así se llamaba su nuevo amigo enfermo. Desde casa llamaba al hospital el día que libraba, cuando no, se presentaba con cualquier pretexto a verle. “Encontré los cigarrillos que te gustan, pero no se lo digas a nadie, si no me echan del hospital". José le respondía sonriente: “A nadie se lo diré”. Las carcajadas se oían por toda la planta.

Los días pasaban. José experimentó un empeoramiento de su salud. Los calmantes casi no le hacían efecto y los dolores le superaban. Matías no se separaba de su lado, cambiaba guardias constantemente para no dejarle un instante solo.

La tarde del 5 de Julio José sufrió un infarto. Matías temía lo peor, a duras penas ocultaba sus lágrimas ante la pronta partida del que consideraba su mejor amigo.

José, consciente de la realidad que vivía y aunque sus creencias religiosas se remontaban a la infancia, le pidió a Matías que fuera su confesor, ya que quería irse en paz de este mundo. Matías se sentó junto a la cama. En la radio del paciente de la otra cama sonaba “el himno a la alegría”.

José comenzó a relatarle su vida desde la infancia en los arrabales, lo desastroso de su paso por el colegio, el primer amor, su primera pelea por ella; su ingreso en la academia militar, su destino en la brigada política-social así como sus primeras detenciones cuando llegó al poder "el general" como así se hacía llamar el dictador; las torturas que infringió a los detenidos… Se detuvo con un nudo en la garganta.

Tras una leve pausa continuó:

«Las presiones que teníamos eran muy grandes, nos amenazaban que si no lo hacíamos seríamos nosotros quienes sufriríamos las torturas humillantes. Siempre he vivido con este remordimiento. Nunca debí ser tan cobarde. Yo tenía tanto miedo como los mismos detenidos. Siempre nos enseñaron que sólo los fuertes tenían derecho a la vida, que los débiles no merecían vivir. Nos lo repetían una y otra vez, hasta que sumidos en la locura nos lo acabamos creyendo.

He vivido toda mi vida con esta pesadilla. Cuando cierro los ojos los veo. Siento el sufrimiento de todos ellos, sus gritos los escucho aún...

Necesito que me perdones en el nombre de todos los que sufrieron aquella barbarie. Deseo irme en paz, no por tranquilizar mi conciencia, sino porque he comprendido que la locura del odio me llevó a cometer esos crímenes contra la humanidad. Si pudiera, si estuviera en mi mano, haría que todo aquello nunca hubiera pasado, pero sé que es imposible. Sólo aquel Dios que conocí cuando era un niño podría hacer semejante milagro.

Me gustaría, cuando deje este mundo, encontrarme con Él y pedirle perdón. Mis padres tenían mucha fe, yo la perdí, así que cuando llegue al otro lado sabré la verdad.

Me decía mi madre que Dios es amor y lo he conocido el día que entré en este hospital. Sé que tú y yo tenemos algo en común: la búsqueda de una paz que nuestra amada tierra nos negó.»

Matías entró en un profundo silencio. En un instante rememoró también toda su vida. Rompió el silencio con estas palabras: “Te perdono y perdóname tú a mí también”.

José miró a Matías a los ojos, sonrió y una lágrima caía por su rostro. Tomó aire, casi sin fuerzas le dijo: “Gracias”.

Sus pulmones trabajaron por última vez, las manos de ambos que estaban entrelazadas se apretaron. Después, Matías se levantó y se asomó por la ventana. La noche cubría el cielo y una Luna llena brillaba en lo alto, sus destellos atrajeron la atención de Matías y ésta pareció que le sonreía. ¿Sólo lo pareció?

Sin palabras dijo: “Buen encuentro con Dios, querido José".