EL SECRETO DE TIAMAT: Capítulo 23 - Divina providencia



Apertura Polar Sur “El Anillo”

Esta vez el gran esfuerzo que supuso escapar de los centinelas, además del duro golpe tanto físico como moral sufrido en la caída, fue demasiado fuerte como para levantar un solo músculo de aquella humedecida arena. Sin embargo, después de girar varias veces sobre si mismo y expeler los últimos restos de agua de sus pulmones, Eddie logró ponerse de rodillas y, arrastrándose como pudo, comprobó que sus otros dos compañeros estaban con vida.

Tras ponerse en pie no sin dificultad, manifestó su lamento al ver que su amigo Marvin no se encontraba entre ellos. Probablemente, su grito desgarrador y lleno de furia pudo oírse a varios cientos de metros a la redonda.

Pero lejos de resignarse el delirio momentáneo pasó a un estado de esperanza, y esto lo alentó a buscar por los alrededores de la gigantesca cascada. «No cesaré hasta encontrarte amigo», se dijo para sí mismo. «¡Debí hacerte caso y escapar por aquella llanura!» «¡Oh, Dios!» suplicaba deshecho, mientras secaba las lágrimas de su rostro atormentado. «Al menos tendrás una digna sepultura» pensaba, examinando cada centímetro de matorral. Y es que Eddie no podía aún creer que su buen amigo Marvin había perdido la vida.

De repente, en una zona donde la fuerza de las aguas proyectaba una bifurcación hacia lo que parecía dos arroyos, Eddie distinguió algo entre una acumulación de trozos de ramas atrapadas entre las rocas; se trataba del cuerpo de Marvin, que yacía atrapado en el interior. Saltó rápidamente hacia él sumergiéndose de nuevo en las aguas turbulentas. Apartó como pudo todo el ramaje y le sujetó del cuello con su brazo izquierdo, arrastrándole hacia la orilla más próxima, que estaba formada por grandes guijarros. ¡Marvin aún vivía! Y aunque el hilo que le sostenía a este mundo era ya muy fino, quizá demasiado, Eddie desesperado, intentando alguna reacción de su amigo, comenzó a golpear su pecho fuertemente al tiempo que le tapaba la nariz para insuflarle aire en los pulmones. «¡No te vayas, Marvin! ¡Despierta!», gritaba al mismo tiempo. Al fin, su corazón consiguió responder con mayor vigor, y Marvin empezó a expectorar toda el agua que llevaba dentro.

Peter y Norman, emocionados, llegaron justo en ese instante, y entre los tres consiguieron llevarlo a la pequeña playa de arena.

Marvin se encontraba semiconsciente, confuso y delirando. Tremendamente débil. Los síntomas, nada esperanzadores, confirmaban que se hallaba a punto de entrar en shock: su piel estaba helada, el rostro muy pálido y mortecino los labios. Además, todos los puntos de la herida se le habían soltado, y debido a esto la pérdida de sangre llegaba a ser letal.

Volvieron a trasladarlo urgentemente a una zona más cálida y seca. Un lugar apartado y tranquilo donde algunos rayos de sol lograban inmiscuirse entre las ramas de los inmensos árboles, hasta calentar una pequeña porción de la enorme pared vertical rocosa del lado derecho de la catarata.

Mientras Peter volvía a coserle la herida, Norman encendía rápidamente un fuego, pues el cuerpo de Marvin debía recuperar la temperatura lo antes posible. Eddie, tras quitarle la ropa húmeda, le envolvió en una manta que recuperó del interior de una de las mochilas, que por fortuna encontró atrapada en unos matorrales muy cerca de la orilla y que gracias a su impermeabilidad aún estaba seca. La sangre dejó de brotarle y, aunque muy lentamente, la temperatura del cuerpo iba recuperando su estado normal. Sin duda, ahora el tiempo corría a su favor, y mientras el calor del fuego le ayudaba a reponerse, Marvin dormía profundamente. La angustia inicial que desató a los tres compañeros fue aliviada de momento.

Aún envueltos en un estado de aturdimiento por todo lo ocurrido, nadie había reparado en la extraordinaria belleza del lugar. Extasiados durante un buen rato quedaron ante el maravilloso espectáculo que nuevamente les obsequiaba la naturaleza. Aquello que les rodeaba debía ser lo más parecido al edén. Un paraíso terrenal que casi hizo perder la vida a su compañero Marvin y que, sin embargo, tal vez los salvara de un final más trágico a manos de aquellos hombres.

No obstante, habían de hacer lo posible por encontrar el resto de las mochilas, pues en ellas aún llevaban algo de alimento para ofrecerle cuando despertara. Alejados unos metros del lugar, donde un recodo parecía amortiguar el ruido intenso provocado por la caída del agua, Peter quedó al cuidado de Marvin, mientras que Eddie y Norman fueron a buscarlas; cosa que lograrían rápidamente. Una de ellas se hallaba enganchada en el amasijo de cañas de la desafortunada balsa. Las cuerdas que unía la estructura no soportaron el tremendo envite de la caída, quedando atrapada en una roca que predominaba por su envergadura en la orilla opuesta de la configuración del embalse, cuya formación estaba originada por la fuerza de la gigantesca columna de agua que abatía furiosa desde una altura de más de cuarenta metros. Esto hacía que se creara a su alrededor una orilla arenosa, salpicada tan sólo por algunos cúmulos de rocas de grandes proporciones. El embalse, cuyo diámetro superaba el largo de un campo de fútbol, se enconaba por su parte central hasta formar una especie de embudo; de éste, su agua sobrante fluía hacia una bifurcación de dos ramales donde daba lugar el nacimiento de un nuevo cauce del río, creando en su interior una pequeña isleta, la cual milagrosamente, y por fortuna, detuvo el cuerpo de Marvin.

Un sol respetuoso y algo tímido parecía esconderse tras la intensa vegetación. Y solemne ante ellos, se erigía la impresionante y a la vez hermosa catarata. Una gran pared vertical se perdía de vista a cada lado del salto de agua, y vestía sus mejores galas con plantas briofitas[1]; éstas, cubrían toda la superficie hasta la cima. Los alrededores del embalse se encontraban cubiertos por diversas especies de gigantescos árboles; grandes y abundantes hojas los adornaban, y un follaje espeso de diversas tonalidades verdes se esparcía por toda la zona. Aves manchadas de colores y de múltiples aspectos revoloteaban sin cesar, sus cantos unían los acordes en un extraño concierto con el rugido estrepitoso del agua al caer; una especie de eco sordo y continuo que retumbaba una y otra vez contra la gran pared rocosa recubierta de verde musgo. Tal era el fragor que casi no permitía oír sus voces.

[1] Se hace referencia a los musgos y otras especies similares. 

Por última vez, dirigieron sus miradas hacia la cima del inmenso salto de agua, como si quisieran despedirse de él y, de alguna forma, como un gesto de agradecimiento por haberlos salvado.

A medida en que Eddie y Norman se acercaban al punto en donde Peter cuidaba del enfermo, el ruido de la zona fue difuminándose hasta casi desaparecer.

El calor del fuego secó toda la ropa, pero el cansancio era de importancia y estaban hambrientos. Necesitaban con urgencia recuperar las fuerzas; sin embargo, la mayor parte del alimento se perdió tras la caída, y el que pudieron rescatar se había estropeado. En todo caso, la pequeña ración fue reservada para Marvin. Tal fue el tributo que pagarían por salvar las vidas.

El enfermo fue recuperando la temperatura corporal, aunque aún estaba inconsciente. Y pese a que sabían del peligro que corrían permaneciendo allí por mucho más tiempo, aquello dificultaba enormemente la continuidad de la marcha.

No obstante, Norman encontró por los alrededores varias raíces y tallos comestibles que tras masticar pudieron tragar sus jugos. Esto conseguiría saciar el hambre al menos durante unas horas. Recostados cómodamente sobre las rocas, bajo la protección del calor de las llamas, la extenuación hizo que quedaran completamente dormidos.

Horas más tarde, los tres despertaron sobresaltados ante lo que sería una situación violenta e inesperada. Frente a ellos, observándolos con cierta curiosidad y distanciados unos diez pasos, un grupo de ocho personas entre hombres y mujeres permanecían inmóviles y en completo silencio. Ninguno se atrevió a mover un solo músculo. Aunque de haberlo hecho, las fuerzas no hubiesen dado para mucho. Menos aún la moral, teniendo en cuenta el estado crítico de Marvin. Por lo que impotentes, se abandonaron nuevamente a la providencia.

El aspecto aborigen, un tanto primitivo, los desconcertó por completo. No portaban arma alguna, ni aparentaban ser peligrosos, en todo caso, parecían querer entablar algún tipo de comunicación gestual.

Sus vestiduras eran muy escasas. Las féminas cubrían sus pechos con dos pequeños trozos de piel suave de algún animal, y otro más grande en las partes íntimas hasta la mitad del muslo. Los hombres usaban una especie de taparrabos. En ambos casos no mostraban ningún tipo de colgantes, pendientes o plumas. Ellas sin embargo decoraban sus largas melenas con flores de diversas especies. El color del cabello no era determinante, ya que algunos eran rubios y otros morenos. Estilizados rostros algo alargados con inmensos ojos almendrados daban por concluida una apariencia física singularmente bella. La altura, bastante dispar, podía depender de la persona y el sexo, rondaba entre un metro sesenta y un metro setenta y cinco centímetros. A diferencia de otros tipos de indígenas repartidos por la geografía terrestre, sólo era de extrañar la pigmentación de su piel, aparentemente muy pálida, casi blanca se podría decir. Esto era debido a que permanecían en plena oscuridad la mitad del año, sin obtener los cálidos y luminosos rayos de sol.

Inmediatamente, el instinto defensivo de Norman hizo agarrar su machete.

—¡No, déjalo! —exclamó Eddie sujetando el brazo de su compañero—. Parece que no quieren hacernos daño, de lo contrario no nos hubieran dejado despertar.

Eddie se incorporó y, muy despacio, se acercó al hombre que estaba algo más adelantado; éste aparentaba ser el mayor de todos. Extendió su mano abierta y el individuo pareció desconcertarse. Eddie volvió a intentarlo acercándola aún más. Desde atrás palpaba su machete Norman, siempre preparado por lo que pudiera ocurrir. Hubo un momento de máxima tensión, pero al fin, con cierta timidez, el nativo fue condescendiente y aceptó estrechar la mano de Eddie. Ambos intercambiaron una leve sonrisa, instante en el que el grupo de nativos comenzó a reír desconsoladamente. Ahora los desconcertados eran Eddie, Norman y Peter. Sin embargo, aquello sirvió para disminuir el estrés inicial hasta desarrollarse en una correspondencia afectiva. Definitivamente fue el primer paso hacia un saludo en un lenguaje desconocido, acompañado de extrañas gesticulaciones.

Más tarde supieron que dar la mano era como pedir salir a la otra persona, ya sea el ofrecimiento por parte de una mujer o de un hombre; la diferencia de género no existía en su cultura. De ahí la carcajada que soltaron.

El hombre se acercó al enfermo aún inconsciente, lo examinó con sumo cuidado, giró su rostro hacia el resto de aborígenes y gesticulando pareció comentarles algo no demasiado esperanzador.

Con un gesto acompañado de un sonido grave que salió de su garganta, fueron invitados a seguirlos hacia su poblado. Sin objeción alguna aceptaron los tres, pues, ¿qué tenían que perder? Se encontraban demasiado desfallecidos como para despreciar cualquier tipo de ayuda.

En un abrir y cerrar de ojos los nativos prepararon un gran trozo de piel rectangular sujeta longitudinalmente mediante dos palos donde fue acostado Marvin. Era como una especie de camilla que acostumbraban a realizar para transportar a sus enfermos.

Se adentraron en el bosque unos metros, y los hombres y mujeres recogieron sus armas ocultadas previamente detrás de unos matorrales, probablemente para evitar alguna situación violenta de sus invitados; gesto que demostraba tremenda inteligencia. Los tres admiraron las formas de actuar, dignas de una civilización pacífica cuanto menos. Las armas consistían en arcos con flechas, cerbatanas y hondas. Dependiendo de la habilidad de cada individuo éste portaba una de ellas, a veces incluso hasta dos distintas. Sólo las utilizaban en la cacería para alimentarse y, en casos excepcionales, para defenderse de algún depredador.

Entre la espesura del bosque, caminaron sin detener el ritmo hasta encontrarse con una masa rocosa de altura considerable. Al igual que una porción de tierra aislada en medio del océano, estaba rodeada de vegetación salvaje. Un sendero pedregoso en espiral ascendía muy suave hasta la cima. Cima formada por una gran meseta redondeada y protegida en todo su perímetro por la propia cadena rocosa. Si pudiera compararse con algo, sería lo más parecido al cráter de un gigantesco y extinto volcán[2]. Sin lugar a dudas, era obra de la propia naturaleza, y la tribu, quizá durante milenios, simplemente se valió de ella para guarecerse y hacerla su hogar. Una ciudad formada por cientos de carpas redondas en forma de tiendas de unos cinco metros de diámetro se establecía en su espacio interior. Familias de hasta seis individuos se cobijaban en ellas. Dispuestas para formar calles entre si, estaban inteligentemente distribuidas en grupos de cuatro. En el centro del poblado se hallaba un gran espacio abierto, parecido a una plaza, que utilizaban como foro, lugar de encuentros, reuniones y demás necesidades comunitarias, donde se resolvía cualquier problema y decidían los temas importantes concernientes a toda la tribu.

[2] Se hace referencia a una caldera volcánica, y se denomina así cuando el volcán presenta un cráter de paredes empinadas superior a un kilómetro de diámetro.

Una gran armonía parecía gobernar el poblado, de tal forma organizado y perfectamente acondicionado para el buen funcionamiento del mismo. Cada individuo sabía que debía hacer en todo momento.

Bajo el sol del mediodía, los niños jugaban felices en un espacio dedicado para ellos. El resto de personas adultas realizaban sus labores sin restricciones horarias ni nadie que los controlasen; únicamente sus conciencias hacían que el engranaje de toda la maquinaria funcionase a la perfección, al igual que una gran colmena de abejas, pero sin reina. El tiempo no existía para ellos, de la misma forma que tampoco parecían necesitarlo. Grupos organizados de cazadores y otros de recolectores iban y venían del bosque acarreando mercancías y alimentos para la comunidad. Varios se dedicaban a reparar los útiles y armas de cacería. Otros arreglaban los posibles desperfectos de las tiendas, mientras que lo más capacitados en el arte culinario, ya fuesen hombres o mujeres, preparaban la comida para el resto; una buena y equilibrada alimentación a la que consideraban de vital importancia. También existían mujeres y hombres, normalmente de mayor edad, que realizaban las labores de curanderos, recolectando todo tipo de hierbas, flores y raíces del bosque con propiedades analgésicas o curativas.

Una estructura familiar gigantesca de al menos ochocientas personas donde todo se hacía para el beneficio colectivo. Cualquier recurso era repartido por igual, pues todos y cada uno de los individuos eran necesarios, sin importar a qué dedicaban sus habilidades. La carne conseguida en las cacerías, sus pieles, las recolecciones de alimentos vegetales, el agua, incluso las alegrías y tristezas eran compartidos en toda la extensión de la palabra. Dedicaban las mañanas a los quehaceres de la tribu y normalmente las tardes eran destinadas al ocio, cuyo tiempo podía emplearse en juegos diversos, para las danzas, coloquios, etc. Por lo general, los padres enseñaban las labores a sus hijos, pero dejaban que llegara el momento en que los pequeños mostraran el interés por aprender, pues según decían los sabios del lugar era el momento en el que se sentían preparados para ser adultos; generalmente, cuando alcanzaban cierta edad en la que los juegos infantiles dejaban de ser divertidos para ellos, era cuando entonces sentían la necesidad de realizarse como persona adulta haciendo algo más creativo y útil para la comunidad. De manera que las habilidades técnicas, la artesanía o cualquier otra labor se iban transmitiendo de generación en generación.

Todo estaba sincronizado con la armonía de la propia naturaleza y con su proceso cíclico, pues ella era la que decidía cuándo y cómo se debían hacer las cosas.

Al entrar al poblado, los tres, ya que Marvin continuaba inconsciente sobre la camilla, quedaron perplejos pero fascinados al mismo tiempo; pues fue grande la expectación levantada por sus habitantes al ver llegar a un grupo de individuos de aspecto extraño y tan diferentes a ellos.

Peter comenzaba a presentar síntomas de caer al suelo desplomado de un momento a otro. El tono de su rostro parecía tan pálido como el de Marvin.

Eddie le animaba susurrándole al oído mientras lo sujetaba del brazo ante las miradas curiosas de los nativos:

—¡Aguanta un poco!

Norman, aunque siempre con la mano derecha sobre su machete, examinaba todo a su alrededor:

—Parece gente pacífica.

Los aborígenes no deparaban en observar con cierta indiscreción la forma de vestir de los extranjeros; aquel detalle les llamaba mucho la atención.

El hombre mayor los condujo hacia la zona este del poblado, al segundo grupo de tiendas de la última calle. Amablemente y gesticulando los invitó a entrar en la primera tienda, en la que también accedió él. De forma inmediata, dos muchachas jóvenes la prepararon con todo tipo de comodidades: alrededor de su perímetro, junto a la pared y a ras de suelo, dispusieron cuatro camastros de apariencia bastante agradable, en uno de ellos acomodaron a Marvin. Justo en el centro, un espacio con enormes hojas verdes hacía la función de tapete. Sobre él, depositaron alimentos frescos y algún tipo de bebida, también un recipiente de caldo caliente.

La estancia era suficientemente grande y lo bastante acogedora como para garantizar el confort de una familia de seis miembros. Aunque en raras ocasiones, y sólo cuando el número de individuos se excedía, podía anexarse otra tienda. Según las horas del día, la iluminación interior era adaptada según los casos: por la noche, colgado en el centro, encendían una especie de lámpara o candil realizado de arcilla; y durante el día, aprovechaban la luz solar de una forma bastante ingeniosa: destapaban varias aberturas pequeñas y rectangulares, distribuidas inteligentemente a cierta altura de la carpa, asegurando de esta manera cierta intimidad en su interior. Para ello, ataban un palo vertical a modo de bandera, con el que enrollaban cuando querían destapar el pequeño hueco, o desenrollaban cuando necesitaban cubrirlo. Estos huecos también hacían la función de respiradero.

Mientras las muchachas preparaban las viandas en el centro de la tienda, el hombre de mayor edad que inició el contacto con ellos, se presentó cordialmente con el nombre de Insadi. Eddie, Peter y Norman hicieron lo propio, agradeciendo todas las atenciones.

Insadi, antes de marcharse, les comunicó en su idioma y gesticulando exageradamente que vendrían a atender al enfermo, y que mientras tanto disfrutaran de los alimentos.

No obstante, antes de que pudiesen poner un dedo sobre los deliciosos manjares, un hombre octogenario apareció de repente. Su increíble agilidad física demostraba una sorprendente salud de hierro. Era delgado, casi esquelético, piel muy arrugada, nariz estrecha y algo curvada, con una prominente barba blanca como la nieve, al igual que los largos cabellos que cubrían sus hombros. Traía consigo una extraña caja de madera provista de asas con pequeños compartimentos tapados muy cuidadosamente por tablillas; éstas estaban talladas con una especie de simbología de color negro. El anciano se inclinó levemente y saludó con la mano levantada hasta la altura de su rostro. Sin decir nada, se aproximó a Marvin sentándose a su lado con las piernas cruzadas.

En ese momento Peter sintió la necesidad de acercarse al anciano para explicarle el estado de la herida, pero Eddie se lo impidió sujetándolo del brazo y meneando la cabeza.

Con una sutileza propia de una monja enfermera, le quitó la venda húmeda y enrojecida, y con precisión extraordinaria examinó la herida. El aspecto no era demasiado agradable, por lo que de la boca del curandero anciano pareció salir una expresión lastimosa. De forma casi ceremonial, retiró las tablillas de tres de los muchos compartimentos de la caja, y con esmero las amontonó justo al lado. Del primero extrajo algo que parecía ser semillas secas trituradas, del segundo un poco de polvo marrón, y del último dos minúsculas hojas amarillentas. Después vertió todo en un pequeño mortero de madera que trajo consigo, machacó con sumo cuidado, y luego mezcló lentamente con unas gotas de agua hasta conseguir una amalgama pegajosa. Con extrema delicadeza fue untada la masa en el cuerpo de Marvin, dejándola totalmente al descubierto. El anciano recogió todo de la misma forma, puso las manos sobre sus propias rodillas, cerró los ojos y quedó en completo mutismo durante unos minutos. Una vez concluyó, extraños y cortos cánticos salieron de su garganta, al tiempo que tomaba tierra del suelo para derramarla sobre sus brazos. Más tarde se supo que esto era un ritual que hacían los curanderos del poblado para agradecer a la madre naturaleza las plantas curativas que les brindaba cada temporada.

Inmóviles en sus respectivos asientos, fueron minutos algo violentos para los tres, mas por respeto reprimieron hacer algún comentario.

Al concluir la ceremonia, el curandero cubrió al enfermo con una mullida manta aterciopelada. Y con un movimiento solemne y en arrolladora calma, abandonó la tienda sin articular palabra.




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© Jorge Ramos, 2019