EL SECRETO DE TIAMAT: Capítulo 9 - Un paraíso escondido



Una vez satisfecho el estómago, tres latas de conservas, otras tres barras energéticas, dos chocolatinas y un paquete y medio de galletas de pan era toda la provisión alimenticia que llevaba cada miembro del grupo. Levantaron el campamento con los ánimos restablecidos y descansados.

Ahora, a un ritmo bastante alto, tras recorrer treinta kilómetros en poco menos de siete horas, cuya travesía pedregosa aún se hallaba en pleno proceso de descongelación, pasaron de un paisaje desértico y completamente helado, a un paisaje húmedo y con pequeñas muestras de vegetación. Eddie, al igual que el resto, barruntaba que marchaban por buen camino, al menos las claras señales así lo reflejaban. Sin embargo, aunque la admiración y lógico interés por aquel extraño y misterioso además de desconcertante escenario seguía siendo enorme —teniendo en cuenta dónde se encontraban—, éste pasó a un segundo plano para dejar dominar la sensación, quizás sugestión, de sentirse vigilados. Cuando lo hermoso o sublime es acompañado por cierto efecto de dramatismo, la combinación que produce en la mente es despiadada.

Hacía rato que caminaban por áreas donde las características del terreno eran propicias para la vida vegetal. La erosión de las piedras era aún mayor, haciéndolas cada vez más pequeñas hasta formar arenisca. Éstas al mezclarse con la propia descomposición de la vegetación creaba sedimentos que hacía propiciar el crecimiento de algunas plantas. El color de la tierra era algo grisáceo, con tonos azulados y oscuros, quizás por su composición de carbono. Un paisaje bastante llano sin montañas ni obstáculos que dificultara observar el horizonte, cuya línea de curvatura se hacía más cóncava a medida que iban avanzando. Sólo algunos peñascos con dimensiones y formas desiguales que incluso podían llegar a medir casi dos metros estaban desperdigados por el extraño paisaje; desde su base parecían brotar las plantas más grandes. Los regatos corrían libremente hasta llegar a unirse entre ellos dando lugar a hermosos riachuelos de dos y tres metros de ancho, por un par de palmos de profundidad. Muchos de los cuales se podían observar hasta donde alcanzaba la vista. La temperatura ya no era un problema, apenas 5º ó 6º C los acompañaban durante el nuevo trayecto. Despojarse de algún abrigo era ya casi una obligación. Lo primero fue el pasamontaña que llevaban en el cuello, y después el anorak que desabrocharon por completo. Durante varias horas caminaron por una especie de ramificación de arroyos que a veces debían sortear, incluso atravesar para intentar no desviarse demasiado del rumbo, cuya dirección iba marcando Eddie ayudándose de sus prismáticos. Tomaba las grandes rocas como puntos de referencia. La idea era seguir una línea recta imaginaria, ya que la brújula se encontraba totalmente inservible, incluso su aguja parecía tomar un movimiento cada vez más exaltado.

Eddie decidió coger como camino el borde derecho de un arroyo bastante considerable hasta entonces, ampliados a unos siete u ocho metros de ancho, cuyo caudal variable podría llegar a medir hasta un metro de profundidad. Poco a poco pequeños matorrales y arbustos que se encontraban salteados por ambas orillas del río daban la bienvenida al grupo. Desprendían un aroma que se hacía muy familiar y agradable. Hacía ya mucho que no olían otra cosa que no fuese el azulado frío hielo de la desértica Antártida. Mientras tanto, el agua acariciaba los curiosos riscos que asomaban por la orilla. Su gorgoteo provocaba una maravillosa melodía relajante, la cual les acompañó todo el camino. La vegetación se mostraba cada vez más espesa y vasta. Fueron los azarollos, de hasta diez metros de altura, los primeros árboles en aparecer, cuyas ramas estaban cargadas de una fruta comestible, parecida a las cerezas, aunque la mayoría aún no habían madurado lo suficiente. También comenzaron a ver una especie de arce, su envergadura podía llegar a alcanzar los seis o siete metros de altura. Entre tanto, los helechos trepadores iban decorando los bordes de la rivera, éstos parecían coquetear con los árboles, encaramándose a ellos por sus troncos.

La vida animal era aún escasa, si bien comenzaron a presenciar los primeros insectos: como las abejas, las hormigas, algunas libélulas y mariposas; incluso algún tipo de lagarto desconocido de dimensiones considerables, de unos ochenta centímetros de longitud. No parecían peligrosos y mostraban curiosidad al paso del hombre; jugueteando asomaban sus cabezas por la superficie del río. Peter padecía batraciofobia[*] y a menudo volvía el rostro. No lo podía evitar. En cuanto a otros animales, se apreciaban algunos cánticos de aves difíciles de identificar, bastante tímidas a la presencia humana, cuya observación apenas se hizo posible. También observaron algunas huellas en zonas húmedas de la rivera, de lo que sospechaban podría ser algún tipo de lobo.

[*] La batraciofobia es un trastorno emocional relacionado con el miedo intenso a los reptiles.

Un pequeño respiro fue considerado por todos; el escenario invitaba a ello. Un frondoso árbol era perfecto para establecer el campamento, cuya base se encontraba a tan sólo unos pasos de la orilla del río. Aunque la parte más oscura de sus mentes se encontraban siempre en un estado de alerta permanente, pudieron disfrutar del extraordinario y espectacular paisaje que le ofrecía el entorno, un medio natural que difícilmente podrían contemplar en la civilización de donde ellos provenían. La zona que escogieron era confortable. Una especie de hierba muy fina y suave que abarcaba toda la envergadura del árbol la cubría, extendiéndose hasta la misma orilla. Su superficie estaba ligeramente ladeada hacia el borde del río, lo que la hacía aún más cómoda si cabe para echarse a descansar. El profundo silencio se ocupaba de orquestar la bella melodía que ofrecían conjuntamente el sonido templado del agua del río, el canto lejano de algunas aves, y la brisa que con suaves caricias hacían balancear las hojas de los árboles. Todo ello, acompañado por la fragancia que, al desprenderse en su conjunto, concebía en armonía un maravilloso regalo para los sentidos olfativos, auditivos y visuales.

—¡Oh! ¡Dios mío, esto sí que es el paraíso! —exclamaba Peter entusiasmado, después de dejar su macuto contra el tronco del árbol para recostarse sobre la hierba.

Todos, sin articular palabra, hicieron lo mismo. Estaban tan agotados y necesitados de un buen descanso, que permanecieron varios minutos en permanente mutismo, sólo se dejaron llevar por la maravillosa paz que ofrecía aquella impresionante naturaleza salvaje. Embriagados por el momento, lo último que deseaban era contaminar el ambiente con voces humanas.

—No os mováis de aquí, ahora vengo —dijo al fin Peter.

—¡Cuidado con los lagartos! —bromeó Marvin con su fobia.

Éste volvió su rostro y le dedicó una mirada de pocos amigos, nada importante, pues a Peter los enfados sólo le duraban dos minutos, y todos conocían ese rasgo afable del que él siempre hacía gala. Se alejó unos ochenta metros perpendicularmente al río. Su propósito era encontrar algún fruto que comer. Con suerte descubrió un árbol azarollo algo solitario, el cual recibía de pleno los rayos inclinados del sol, lo que con seguridad sirvió para que muchos de sus frutos madurasen antes y cayeran al suelo. Fue entonces cuando Peter, desconcertado, advirtió que la inclinación del sol era diferente a la que había de ser; es decir, unos 23.5º con respecto al plano de superficie, ángulo máximo que el astro logra alcanzar en el continente antártico en periodo estival. Su extrañeza fue grande cuando comprobó que prácticamente había descendido hasta la mitad, o lo que es lo mismo, a un ángulo aproximado de entre 12º y 14º. Excitado por ello y sin entretenerse lo más mínimo recogió los frutos del árbol que se encontraban esparcidos por el suelo: una especie de cereza amarilla de unos dos o tres centímetros de diámetro, muy dulce al paladar con un punto ácido. Ocupó todos los bolsillos del anorak y volvió raudo sobre sus pasos.

—¡Chicos! —gritó apremiado por las circunstancias.

Los tres se levantaron de un brinco creyendo que le pasaba algo.

—Tranquilizaos muchachos, no ocurre nada —dijo Peter mientras extraía de los bolsillos todos los frutos dejándolos caer sobre la fina hierba—. Tengo la prueba de que caminamos en dirección hacia una depresión.

Sus compañeros no parecían muy apasionados en saber de qué se trataba. En esos momentos lo que menos les apetecía era escuchar otro aburrido discurso científico. Únicamente Eddie mostró algo de interés. Marvin y Norman clavaron las rodillas en la hierba y comenzaron a llenarse la boca de frutas como si la vida les fuese en ello.

—Por favor, Peter, cuéntanos de que se trata —suplicó Eddie.

—Bien, ¿recordáis el debate que mantuvimos sobre el horizonte invertido? —preguntó Peter—. ¿Sí? pues ahora os puedo ofrecer una explicación coherente de lo que podría estar ocurriendo —expuso entusiasmado—. Levantaos y seguidme.

Con cierta desgana Marvin y Norman se pusieron en pie y, al igual que críos cuando disfrutan de su tarta de cumpleaños llevaban las bocas repletas de aquellos manjares de la naturaleza, Peter los condujo fuera de la zona de árboles de la rivera, en un punto en donde la luz del sol aún iluminaba el terreno, y donde se lograba apreciar perfectamente brillar el astro.

—Como sabéis amigos míos —explicaba excitado el joven científico, de una manera convincente—. Debido a la inclinación de rotación de la Tierra, el sol antártico permanece visible seis meses del año, iluminando veinticuatro horas al día. Sabéis también que éste se encuentra con un ángulo aproximado de 23.5º con respecto al plano de superficie. Pues bien, como podéis comprobar con vuestros propios ojos, en este momento el ángulo es bastante inferior, incluso me atrevería a decir que al menos la mitad. Esto no hace otra cosa que indicarnos que estamos descendiendo por un hueco enorme, aunque no lo percibamos.

Los tres quedaron atónitos con su discurso, bastante concluyente puesto que ninguno encontraba otra explicación más razonable que esa.

—¡Dios mío, es cierto! —exclamó Eddie mientras se frotaba los ojos, casi sin poder creer lo que estaba viendo.

Marvin y Norman aún con la boca llena, y sin masticar en ese momento, permanecieron enmudecidos, pues era indiscutible el razonamiento de Peter.

Desde que abandonaron la aeronave habían cubierto una distancia de algo más de cien kilómetros. Esto indicaba que no se encontraban muy lejos de donde aterrizaron, lo cual les hacía pensar que lo que contemplaban como un paraíso salvaje no era atribuido al deshielo natural del borde continental, producido por el lógico aumento de temperaturas en el periodo estival. Sus cálculos daban como resultado una distancia separada del océano de más de mil quinientos kilómetros, muy próximos a la zona de inaccesibilidad del polo; es decir, al punto más alejado del océano Antártico. «Entonces, si todo esto es correcto, ¿dónde diablos nos encontramos?» Un interrogante que abordaban desde su más profundo foro interno y cuya respuesta parecía escabullirse de entre los dedos.




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© Jorge Ramos, 2019