EL SECRETO DE TIAMAT: Capítulo 4 - Una propuesta arriesgada

Tres semanas antes…
Boston (Massachusetts)

Era domingo y el sol de mediodía reverberaba en el césped recién cortado del jardín. Eddie jugaba a los caballitos con su hija Lisa; la pequeña subía a su espalda como si de una amazona se tratase «¡arre, arre!», gritaba mientras reían juntos.

De repente sonó el teléfono:

—¡Eddie! —avisó Ángela asomada por la ventana—. ¡Cariño, preguntan por ti!

—De acuerdo. Voy enseguida.

Ángela aguardaba cubriendo el micro con la mano.

—¿Quién es? —le susurró al oído Eddie, al tiempo que le daba un cachete cariñoso en el trasero.

—Dice que es el Doctor Clarence Sandoval —respondió sonriendo su esposa.

Ángela le cedió el teléfono devolviéndole el cachete al tiempo que se mordía el labio inferior. «¿Doctor Clarence Sandoval?» se preguntó extrañado. Eddie jamás había oído ese nombre.

—Eddie Barnes al habla.

—Buenos días señor Barnes —contestó una voz amable y madura al otro lado del auricular—. Usted no me conoce. Mi nombre es Clarence Sandoval. Una cuestión de vínculo mutuo es el motivo de mi llamada. Se trata de Allan Parker. Mantuve una buena amistad con él —explicó—, y me consta que usted también, ¿no es cierto?

—¿Allan…? —pensó sorprendido por un instante—. En efecto, Doctor Clarence. Reconozco que fuimos muy buenos amigos. ¿Pero...?

—Comprendo su desconcierto, señor Barnes. Sin embargo, para explicarle con más detalle necesitaría que nos viésemos de forma urgente. Es concerniente a la desaparición de nuestro amigo.

—Entiendo. Aunque, dígame Doctor, ¿de qué conoce usted a Allan? —interrogó Eddie con cierta desconfianza.

—Con gusto se lo aclaro señor Barnes. Hace ya algún tiempo, Allan y yo coincidimos en un importante proyecto marítimo desarrollado por el gobierno. Juntos formamos el equipo científico de investigación. Fueron algo más de cuatro años los que dedicamos a aquella labor. Tiempo que nos unió una gran amistad.

—¿Sabe usted algo sobre su desaparición? —intentó indagar.

—Lamento decirle que no, señor Barnes. De hecho, me gustaría hablar de todo esto con más calma en mi despacho. Si no hay ningún inconveniente por su parte, le estaría muy agradecido que se pasara por aquí a las 12:00 horas del mediodía de mañana.

—Está bien Doctor Clarence. Dígame la dirección.

Eddie apuntó las señas en un trozo de papel y lo guardó en el bolsillo de su camisa.


Mientras eso ocurría, en el despacho del Doctor Clarence Sandoval había reunidas ocho personas importantes del mundo de las finanzas, millonarios y algún que otro propietario de varias multinacionales:

—¡Bien señores! —exclamó el Doctor después de colgar el teléfono—. Creo que hemos logrado el primer paso.

—Señor Sandoval —apuntó con firmeza uno de los presentes—, recuerde que no hay límite de honorarios. Concédale cuanto le pida. Ya sabe que no escatimaremos en gastos —subrayó con voz rotunda y grave—. Esta vez tenemos que asegurarnos de que todo salga bien —concluyó, expresando un profundo interés en conseguir la meta.

Eddie, expectante a lo que Doctor Clarence le había comentado por teléfono el día anterior, se dirigió presto con su automóvil a la dirección acordada. Una especie de arco de mármol blanco le aguardaba. Accedió por él y estacionó su vehículo en un pequeño parking que se encontraba bajo la fachada principal de un edificio, por su aspecto, de construcción antigua, aunque señorial. El mantenimiento era impecable. Sin embargo, la primera impresión que ofrecía fue la de encontrarse deshabitado. Tan sólo una ventana del edificio parecía estar entreabierta.

Llegó con algunos minutos de antelación. Eddie era muy riguroso con la puntualidad y rara vez llegaba tarde a sus citas.

Una enorme área exquisitamente ajardinada lo aislaba del resto de edificios de la avenida. El césped estaba bien cuidado. Diversos pasillos de piedra lo atravesaban serpenteantes para acceder a las isletas repletas de flores combinadas con exquisito gusto; también a una pequeña fuente de mármol que precedía el centro. Varios arces salteados y algunas yucas, junto a otros árboles se repartían el protagonismo de aquel escenario. Era sin duda alguna un lugar encantador, de no ser por lo solitario y frío del ambiente que lo envolvía.

Justo cuando se dispuso a llamar a la puerta principal, extrañamente, ésta se entreabrió con un chasquido automático.

—¿El señor Eddie Barnes? —preguntó lo que parecía un mayordomo.

—Sí, soy yo.

—Por favor, acompáñeme señor Barnes. El Doctor Clarence le espera en su despacho.

Con un silencio inusitado, subieron unas enormes escaleras —también de mármol— con forma elíptica que daban a un distribuidor no menos grande, éste presentaba diferentes puertas dobles a su alrededor. Dos toques de nudillos en la puerta que se encontraba frente a la escalera fueron suficientes para que el mayordomo la abriera y lo invitase a pasar al amplio despacho del Doctor. A la derecha había una gran mesa ovalada de diez o doce plazas, tal vez reservada para grandes reuniones. Justo en frente de la puerta, un elegante escritorio con dos sillones para invitados. De las paredes colgaban todo tipo de titulaciones, diplomaturas y licenciaturas, así como algunas fotos importantes donde aparecía el Doctor Clarence en lo que debía ser algún momento importante de su carrera profesional. El resto de pared exhibía enormes ventanales que se extendían hasta el techo. Hermosas plantas absorbían la abundante luz del exterior, decorando perfectamente el espacio y haciendo la estancia muy agradable. Pero lo que más llamó la atención a Eddie fue la diversidad de relojes de todo tipo que había colgados por la pared, incluso algunos puestos sobre el escritorio, y todos en perfecto funcionamiento.

El Doctor Clarence Sandoval era un hombre de sesenta y cinco años, bajito, algo rollizo y con gafas. De pelo abundante y totalmente canoso, pero algo descuidado en su peinado. Su rostro era abombado, con grandes ojeras que parecían colgarles de debajo de los ojos y le llegaban hasta la papada.

—El señor Barnes —avisó el mayordomo con una solemnidad que turbó al invitado.

El Doctor se apresuró a incorporarse de la mesa repleta de pequeños rodamientos, engranajes y todo tipo de pequeñas piezas desarmadas. Alargó su mano derecha y la estrechó fuertemente con la de Eddie. De inmediato, el mayordomo se despidió haciendo una ligera inclinación y cerró la puerta del despacho.

—Señor Barnes, me complace enormemente tenerle aquí. ¡Por favor, acomódese!

—Gracias, Doctor Clarence.

Eddie, algo desconcertado, aunque al mismo tiempo fascinado, no dejaba de observar en derredor suya a la vez que a la mesa caótica de una persona que por su aspecto causaba, como poco, curiosidad.

—Disculpe este pequeño desorden. ¿Le gustan los autómatas? —preguntó entusiasmado—. Mi padre era de familia suiza y fue un gran relojero, ¿sabe usted?; amaba esta técnica. ¡Ah…! ¡Qué buenos relojes suizos hacía! Le apasionaba dar vida a un montón de chatarra. Por eso después comenzó a fabricar estos pequeños cacharros. Precisamente, este de aquí lo fabricó él. ¡Fíjese! —y le enseñó un pequeño artilugio de metal con cuatro patas, no más grande que la palma de una mano, que al darle cuerda comenzó a caminar sobre la mesa—. ¿No es asombroso? —Eddie no sabía qué contestar—. Bueno… y desde niño me inculcó esta pasión de dar vida a algo inanimado, ¿sabe usted? Para mí es como un juego —explicaba mientras ordenaba un poco la mesa—. De pequeño, él me decía que lo único que diferencia un autómata de una persona es el alma. Pero en todo este tiempo, aún no he conseguido darles un alma a mis autómatas.

En ese instante de la broma, el Doctor sonrió ampliamente intentado ganarse la confianza de Eddie. Éste, aún esperaba con atención lo que le pudiese contar al respecto de la desaparición de su amigo Allan.

—Pero hablemos de lo nuestro —dijo el Doctor—. Tengo entendido que usted es piloto de avión, y que estuvo sirviendo a nuestro país en el frente, ¿no es cierto?

—Así es Doctor.

—Por favor, entre nosotros podemos tutearnos. Llámeme Clar.

—De acuerdo.

—Bien, le explicaré el motivo por el cual le he hecho venir hasta aquí —prosiguió—. En primer lugar, me presentaré de forma rápida: estoy doctorado en varias ramas de la medicina que ahora no vienen al caso, y pertenezco a una organización privada dedicada a la investigación y desarrollo de la ciencia en todos sus ámbitos; como la Biología, la Genética, Ecología, Bacteriología, etc. En ella se integran, al igual que yo, varios científicos y doctores colegas míos de gran reputación. Pero desgraciadamente, querido amigo, a día de hoy la ciencia la mueve el dinero —argumentó con media sonrisa—. Por suerte, nuestras espaldas están debidamente cubiertas económicamente. Así es. Un grupo de personas de gran fortuna nos financian —explicaba mientras hacía girar un minúsculo destornillador sobre la mesa—. Pero volvamos a lo nuestro. Resulta que llevamos un tiempo estudiando todo su historial, por lo tanto, creemos que usted es la persona más indicada para llevar a cabo el proyecto que nos traemos entre manos. Éste es realmente el propósito por el cual he hecho que hoy se reúna conmigo.

Desconcertado, quedó Eddie durante unos segundos antes de articular palabra:

—¿Y cuál es ese proyecto Doctor... perdón, Clar?

—Como sabe, se va a cumplir un año que desapareció en la Antártida la expedición en la que participaba nuestro querido amigo Allan, por cierto, gran estudioso de la física de nuestro querido planeta. Bien, la expedición, según fuentes fiables, fue a buscar algo muy importante que revolucionaría por completo toda la ciencia moderna. Aún no sabemos qué es exactamente; si un libro, unos manuscritos o una simple fórmula científica que escondieron los Nazis. Lo que sí estamos seguros es que algunos individuos que formaban aquella expedición conocían el secreto y dónde se escondía; información confidencial así lo demuestra. Justo aquí es donde comenzaría su cometido amigo mío. Consistirá en buscar los cuerpos o restos y traerlos de vuelta a casa, o al menos indicar el punto exacto donde se encuentran para posteriormente trasladarlos, poderlos examinar y darles digna sepultura. Sabemos que varios de estos desaparecidos son los parientes cercanos de algunos de los millonarios que nos respaldan económicamente.

—Pero... la gigantesca extensión de la Antártida —explicaba Eddie confuso y algo nervioso—, hace prácticamente imposible alguna posibilidad de éxito. Con casi total seguridad los cuerpos ya se encuentren bajo varios metros de hielo y nieve. Allí son muy frecuentes los vientos racheados; con violencia sepultan cualquier cosa que se les ponga por delante.

—Lo sabemos, y es por eso que deseamos contar con sus servicios. Si hay alguien que lo puede hacer es usted —dijo hábilmente y de manera persuasiva—. Puede llevar consigo el grupo humano que estime oportuno, eso lo dejamos a su cargo. Nos enviará una lista con todo el equipamiento y material técnico que necesiten, nosotros cuidaremos el aspecto tecnológico; no dude que el más avanzado estará a vuestra disposición. Por su puesto, el sueldo será en función del éxito de la misión; sin embargo, tanto si la lleva usted a buen término como si no, en ambos casos ganará una fortuna, y también cada uno de sus acompañantes. Igualmente le reservaremos el derecho de poner las dos cifras; una para el cumplimiento de la misma y otra por si no lo lograse, que estoy seguro que no pasará tal cosa.

Eddie tragaba saliva, sus manos comenzaron a sudar, y una vocecilla en su mente le decía que no podía rechazar tal propuesta. La dificultad de la misión y el contenido de la misma le atraían demasiado.

—¿Por qué yo? —preguntó desconcertado—. Existen profesionales que lo harían mucho mejor.

—Razones de peso, amigo mío, razones de peso. Créame —contestó mientras movía ligeramente la cabeza—. Ciertamente, el hecho que nos ha motivado a elegirlo es la relación que tenía con Allan Parker. Sabemos que hará lo imposible por encontrar su cuerpo y cumplir con la misión.

—¿Necesito saber con exactitud qué sería «cumplir con la misión»? —preguntó hábilmente Eddie.

—Evidentemente, encontrar los restos de los expedicionarios, o por defecto, el secreto que iban buscando.

—¿Y si el secreto no es tal y como ustedes creyeron, y en consecuencia no lograsen sus pretensiones con él?

—En cualquier caso, habríais cumplido con vuestra labor —contestó de manera convincente—, y por tanto cobraríais como si lo fuese.

En ese momento se produjo unos segundos de silencio, tan sólo se oían los inquietantes tic-tac de los relojes que tenía colgados en las paredes, como si marcaran el tempo de la conversación. Eddie estaba intentado digerir todo aquello, y el Doctor Clarence, desde su interior, imploraba a lo supremo para que Eddie Barnes aceptase la propuesta.

—Está bien —dijo al fin Eddie—. No puedo ofrecerle una contestación ahora mismo. Antes de hacerlo, me gustaría ponerlo en conocimiento de mi esposa. Si le parece oportuno, mañana a la misma hora estaré aquí para darle mi respuesta —concluyó de forma contundente.

De inmediato, se levantó de su cómodo sillón y estrechó fuertemente la mano al Doctor Clarence.

Apenas una hora más tarde, Eddie ayudaba a su esposa a poner la mesa para almorzar, momento que eligió para contarle la conversación mantenida con el Doctor en su despacho.

—Tu respuesta habrá sido negativa, ¿no es cierto? —expuso Ángela con pleno convencimiento.

—Bueno, no exactamente, querida. Le comenté que debía consultarlo contigo —dijo él algo receloso. No sabía cómo decirle a Ángela lo importante que la misión era para él.

—Eddie, sabes de sobra qué es lo que pienso de todo esto —le dijo deteniéndose justo a un palmo de su rostro.

—Pero amor mío, podría ser la oportunidad de nuestra vida —dijo desesperanzado por la reacción de su esposa—. Abandonaríamos de una vez los problemas económicos; las deudas y la hipoteca de nuestra casa serían historia.

—¿Es que ya no recuerdas el accidente de avión? ¡Casi no lo cuentas! Aún me produce pesadillas. Además, tenemos suficiente dinero para vivir. Si no, vendemos la casa y compramos un apartamento pequeño para los tres. Seremos felices de la misma forma. No necesitamos nada más.

Eddie, tras oír el discurso de Ángela que iba in crescendo en tono, se sintió derrotado. Cabizbajo se sentó a la mesa. La sopa le sabía sosa, insípida y estaba fría, pero trató de callar y mostrarse con naturalidad, sobre todo porque a su lado derecho se acababa de sentar su hija Lisa, a la que sonreía con cariño.

Terminaron de comer y, mientras sus padres recogían, Lisa se fue de nuevo a jugar al jardín.

—Mírala, es tan feliz jugando ahí fuera —dijo Eddie, intentando disimular. Sin embargo, Ángela lo conocía demasiado bien como para intuir su estado de ánimo.

—¡No puedo creer que quieras hacerlo! —exclamó exaltada y moviendo repetidamente la cabeza.

—Amor mío, no tiene por qué pasar de nuevo —un hilo de esperanza le vino de repente—. Tendré mucho cuidado. Yo mismo me encargaré de todo. Si lo deseas, revisaré cien veces el avión antes de despegar —concluyó con tono tranquilizador.

—No sólo el avión es lo que me preocupa —dijo dando unos pasos hacia él—, también el lugar.

—Nos equiparán con el mejor y más moderno material técnico. Nada puede suceder de esta forma.

Hubo un momento de tenso silencio. Ángela no deseaba continuar hablando más sobre el tema, y con rostro de preocupación se dirigió al fregadero para lavar los platos, mientras Eddie recogía la cocina.

Durante tres horas, casi no se dirigieron palabra alguna. Ángela intentó alargar lo máximo posible la situación para hacer que recapacitara su marido. Y Eddie, con semblante reflexivo y serio, no sabía qué camino tomar para tratar de convencer a su esposa. El ambiente se antojaba insoportable, y ambos deseaban que acabase cuanto antes.

—¡Está bien! ¡Está bien! Sabes que siempre acabo cediendo —expresó Ángela con amarga sonrisa—. No puedo soportar verte así. Te quiero demasiado. Si eso es lo que deseas, adelante, pero no lo hagas por el dinero, hazlo porque crees en ti y porque eso te va a hacer sentir mejor contigo mismo, ¿de acuerdo?

Eddie la rodeó fuertemente con sus brazos y la besó en los labios durante largo tiempo.

—Te prometo, amor, que no me ocurrirá nada —la consoló mientras la seguía abrazando fuertemente. Ángela apoyaba la cara sobre su pecho —. Tengo mucha experiencia. Aquel accidente fue por la incompetencia del mantenedor técnico. Esta vez será muy diferente, yo mismo me encargaré personalmente de que todo marche bien.

Las palabras tranquilizadoras de Eddie terminaron por calmar los ánimos de Ángela.

—Cielo, ten mucho cuidado por favor. Hazlo por tu hija y por mí.

—Lo tendré querida, lo tendré —dijo dándole otro beso.

Al día siguiente, el mayordomo, derecho como un tocón solitario en medio de una llanura, lo estaba esperando en la puerta principal del edificio.

—Es usted tremendamente puntual, señor Barnes.

—No me gusta hacer esperar a la gente —dijo Eddie sonriendo.

—Ojalá todo el mundo fuese como usted señor. Debo decir que a mí tampoco me gusta —comentó con simpatía el larguirucho y flaco mayordomo.

—No se moleste amigo, ya sé el camino —comentó Eddie.

—Está bien señor Barnes, si precisa de cualquier cosa hágamelo saber. Estaré a su entera disposición.

—Gracias... ¡hmm!

—Jim, llámeme Jim, señor.

—Agradezco su gentileza, Jim —manifestó Eddie mientras subía los primeros peldaños de la gran escalera en espiral.

Justo antes de poner un pie en el piso superior, advirtió que el Doctor Clarence lo estaba esperando en la puerta de su despacho.

—Hola Eddie, escuché hablar a Jim y reparé en que habías llegado. Pasa dentro amigo mío —expresó poniéndole la mano sobre el hombro.

—Gracias Doctor. Jim parece un buen hombre.

—Lo es Eddie. Lleva más de quince años trabajando conmigo y jamás me ha fallado. Pero, por favor, siéntate —sugirió—. Hablemos de nuestro tema pendiente.

Ambos se acomodaron en sus respectivos asientos.

—Bueno, lo he estado pensando y después de consultarlo con mi esposa, he llegado a la conclusión de que... —con mirada perdida realizó una pequeña pausa haciéndose el duro, pausa que cortó por un momento la respiración al Doctor Clarence— aceptaré el trato.

Instante que, con el mejor disimulo que pudo interpretar, el Doctor soltó todo el aire que retenía en sus pulmones al tiempo que se echaba sobre el respaldo de su mullido sillón.

—Gracias Eddie, me alegra mucho oír esa afirmación —expresó mientras se secaba el sudor de la frente con un pañuelo. Ese segundo fue para él como una eternidad.

—Pero lo haré con una serie de condiciones —exigió Eddie con firmeza y de manera clara.

—Dime cuáles son y las estudiaremos sin ningún tipo de problemas —planteó muy seguro acomodándose todavía más en su asiento.

—Dando por hecho de que el éxito de la empresa es prácticamente imposible, e incluso el riesgo de perder la vida es muy alto debido a las condiciones y dificultades que tendremos que soportar, una semana antes de partir, a mí y a todos mis compañeros que yo mismo seleccionaré, nos adelantarán en cuenta… —hubo una pequeña pausa en la que Eddie quedó pensativo— la cantidad de 20.000 dólares.

Apenas concluyó cuando el Doctor Clarence expuso:

—¡Que sean 40.000 dólares cada uno!

A Eddie se le empalideció el rostro. No sabía cómo reaccionar, pues él se refería a 20.000 dólares a repartir para todo el grupo. Situación por la cual se sintió tremendamente imbécil por no haber pedido una cantidad mayor.

Pero el Doctor Clarence no podía dejar escapar aquella oportunidad, sabía que él era el elegido y no debía arriesgarse lo más mínimo. Era un asunto en donde había muchísimo en juego, más de lo que Eddie Barnes podía imaginar.

En vista de que Eddie quedó literalmente mudo, el Doctor continuó proponiendo:

—Si regresáis con éxito de la misión, tendréis en cada una de las cuentas, 100.000 dólares más —apuntó mirando fijamente a Eddie y esperando una respuesta afirmativa.

Las cuerdas vocales y la lengua de Eddie aún no se encontraban desenrolladas, por lo que no tuvo más elección que aceptar con un leve movimiento de cabeza. «¡En total 140.000 dólares para cada uno!» —pensó con el estómago descompuesto—. Había mucho dinero en juego, sobre todo si conseguían cumplir con éxito la misión. La primera parte del dinero estaría en su banco una semana antes de partir hacia la Antártida, y si tenían un poco de suerte, el resto podían conseguirlo también. Dinero más que suficiente como para amortizar el crédito completo de su casa y pasar cómodamente el resto de su vida con su familia.

Tal y como le fue solicitado en caso de aceptar la propuesta, compuso una lista con todo el equipo técnico y material necesario para cuatro hombres. Parecía tratarse de un guion perfectamente redactado y ordenado de forma alfabética; no faltaba absolutamente nada. Aunque con anterioridad Eddie ya había dirigido algunas expediciones, éstas no eran totalmente profesionales, por lo tanto, la experiencia que tenía era en casos semejantes. Sin embargo, la guerra lo había curtido en otros menesteres, quizá más importantes. También escribió los nombres de sus tres mejores amigos, éstos habían conseguido junto a él algún que otro desafío, aunque no de tanta relevancia, por lo que pensó que también reunían suficiente práctica para realizar la misión. Del mismo modo, sabía perfectamente que en casos como este una buena amistad y compañerismo sería fundamental para convivir en condiciones tan adversas.

—Eddie —comentó el Doctor de una manera misteriosa mientras le acercaba una tarjeta con un nombre y una dirección escrita a mano. El semblante de su redondeado rostro pareció cambiarle, cosa que Eddie pudo percibir—. Por favor, antes de partir, ve a visitar a este señor. Tiene algo muy importante que transmitirte, que seguro te ayudará en la misión.

Eddie cogió la tarjeta en la cual se leía “A10” con letras grandes, además de una dirección debajo.

—En agradecimiento —terminó diciendo—, acepta este pequeño obsequio. Es un autómata que llevo algún tiempo haciendo. Lo construí a partir de unas gemas preciosas que me encontré en uno de mis viajes. Como ves tiene el aspecto y los colores rojizos de una mariquita. Sólo existe otro similar a este en el mundo. Si le das cuerda mediante esta ruedecilla camina por si sola.

El autómata era de lo más curioso. Efectivamente, parecía un insecto de ese tipo, sólo que sus dimensiones eran mayores a la real; aproximadamente como la mitad de una pelota de tenis. La gema rojiza con puntos negros hacía las veces del cuerpo redondeado con las alas plegadas. Éste se encontraba incrustado en una especie de artilugio con pequeñas patas, que se desplegaban de forma automática una vez que se le daba cuerda. Para demostrárselo, el Doctor Clarence giró varias veces una pequeña ruedecilla instalada muy discretamente en el lateral, y el insecto comenzó a caminar cambiando de sentido cada vez que encontraba un obstáculo.

Un día después, la organización volvió a reunirse urgentemente, decidiendo en pleno consenso que, por seguridad, el grupo de expedicionarios debía partir hacia la Antártida una semana antes de lo previsto.




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© Jorge Ramos, 2019