EL SECRETO DE TIAMAT: Capítulo 19 - Inoportuno giro del cauce del río



Apertura Polar Sur “El Anillo”

El nuevo día daba comienzo. Y en forma de bienvenida, las aves agradecían con sus esplendidos cánticos los madrugadores rayos de sol. La hierba brillaba solemne su humedad nocturna, mientras las hojas de los árboles sucumbían al no poder ya abarcar más rocío fresco de la mañana. Una de estas frías gotas parecía tener vida propia cuando se dejó caer sobre el rostro de Peter, al que despertó sobresaltado de la última guardia. Como siempre, en su regazo la libreta de apuntes, o como a él le gustaba llamar: «el cuaderno de bitácora», donde horrorizado había apuntado con detenimiento y mimo todo lo acontecido la noche anterior, incluida la espeluznante experiencia que Eddie había tomado a bien contar, con todo detalle, sobre lo que descubrió en el interior de aquella extraña base.

De inmediato, despertó al resto que descansaban plácidamente en el interior del improvisado refugio. Habían de partir lo antes posible, pues se hacía evidente lo arriesgado de permanecer más tiempo allí, teniendo en cuenta que ya era día.

El grupo se puso en marcha. Engulleron algo enlatado, que todavía conservaban en las mochilas, y partieron a toda prisa hacia la balsa oculta tras los arbustos.

Mientras tanto, no había otro tema de conversación que de lo ocurrido la noche anterior. Y a Peter no le entraba en la cabeza que nada de eso pudiese estar pasando:

—¿Quién puede hacer algo tan espantoso?

—¡Miserables! —exclamó Marvin—. ¡Qué mierda de científicos!

Peter, aludido, giró el rostro hacia él.

—Lo siento Peter —se disculpó Marvin—. No te ofendas. Sé que nunca te involucrarías en una cosa de esas.

—Los científicos no son los responsables —aclaró Eddie—. Ellos son meros instrumentos de gente mucho más poderosa y con falta de escrúpulos.

—¿Qué es lo que pretenden conseguir con ese tipo de experimentos? —se preguntaba Peter en voz alta.

—No es difícil imaginárselo —comentó Norman, mientras ayudaba a arrastrar la balsa.

Ya debidamente reforzada del día anterior, la consiguieron arrastrar hasta la orilla del río dejándola caer sobre la superficie líquida. Un simple impulso y luego la propia corriente los alejó de la orilla. Ahora se sentían a salvo nuevamente; pues los más probable hubiese sido que los centinelas sospecharan de algo y comenzaran a rastrear la zona, hasta encontrarlos. La distancia que los separaba del lugar de donde acamparon además del propio movimiento continuo de las aguas que los impulsaba hacia adelante les ofrecía ese plus de protección; tal era la sensación que se experimenta al ponernos ante una pared para cubrirnos las espaldas en el momento de sentir peligro.

Navegaron unos trescientos metros cuando la dirección del cauce giró de forma inesperada 45º hacia el occidente del bosque. A la izquierda divisaron una enorme construcción. Una amplia explanada limpia de vegetación con algunos árboles salteados se interponía entre la fachada principal y la orilla del río. Sorpresivamente, la misma base asaltada la noche anterior. Tan sólo cien pasos los distanciaban de aquella terrible aparición.

—¡Dios mío! ¡Agachaos! —susurró Eddie.

Un camino de asfalto rodeaba el edificio por delante, el mismo que se perdía en el bosque por la derecha. La gran puerta principal se alzaba en mitad de la fachada. Ésta, a diferencia de la parte trasera, estaba provista de grandes ventanales, probablemente de oficinas. Varios automóviles de color negro permanecían estacionados fuera, uno de ellos de gran opulencia. También una especie de minibús sin ventanas. Y otros dos centinelas custodiaban la puerta principal del edificio.

Pero esta vez, la fortuna no les acompañó de la misma forma. Desgraciadamente, uno de los centinelas dirigió la mirada hacia el río y, perplejo ante lo que estaba presenciando, mientras señalaba el lugar del avistamiento, dio la voz de alarma. El compañero, no menos desconcertado que él, pues era la primera vez que ocurría algo así, se percató rápidamente frotándose los ojos y, gritando airosamente, ambos empezaron a pedir refuerzos. Unos segundos bastaron para que por todos los rincones del edificio comenzaran a surgir centinelas, congregándose en la explanada una veintena de ellos; todos estaban provistos de armamento.

—¡Yujuuu! —gritaron algunos.

—¡Al fin un poco de acción, chicos! —exclamaban otros.

—Ahora ya sabemos el porqué de nuestro dolor de cabeza Bernie —expresaba Clair.

—¡Hijos de puta! —maldijo éste— ¡Acabemos con ellos!

—¡Vamos, démosle la bienvenida como se merecen! —gritó uno alzando su arma.

La exaltación de todos los centinelas era evidente, ya que el aburrimiento entre ellos era cosa normal. Aquella situación les activo la adrenalina que tanto tiempo habían tenido dormida. Y sin contemplaciones, pues tenían orden explicita de abrir fuego al sospechar de algún movimiento extraño a menos de quinientos metros a la redonda, dispararon los subfusiles a diestro y siniestro.

—¡Por todos los santos! —exclamó Peter aterrorizado—. ¡Van a acabar con nosotros!

—¡Rápido, vayámonos de aquí! —desesperadamente gritó Eddie de rodillas sobre la balsa.

Sin embargo, la corriente del río tampoco les sonrío; la disposición de la curva parecía disminuir su velocidad justo frente a aquella construcción.

De inmediato, el sonido de los proyectiles comenzó a aparecer; algunos se detenían de golpe en los escasos troncos de los árboles que se interponían entre ellos, éstos y los cien metros que los separaban eran sus únicos aliados contra lo que parecía una lluvia de acero endemoniado. Las astillas desprendidas se desparramaban sobre una vegetación segada por un punto de mira más bajo.

—¡Vamos! —gritaba Eddie—. ¡Remad a toda prisa!

Los nervios del grupo dieron paso al más puro terror; sus rostros expresaban lo que era verdaderamente el pánico. Todos comenzaron a remar trágicamente con las cabezas casi entre las piernas. Mientras tanto, oían como las balas chasqueaban el agua al atravesar la superficie del río, y cómo hacían crujir las cañas de la balsa al ser alcanzada.

Totalmente indefensos, remaban desesperados con toda la fuerza que únicamente en situaciones similares el cuerpo humano es capaz de alcanzar. Sabían que era la única opción, pues ¿qué más podrían hacer?

Distanciada algo más de cuarenta metros, alcanzar la próxima masa forestal de la ribera era el objetivo que podía salvarles la vida. Y si existía una mínima oportunidad de salir airosos de la ensordecedora ráfaga de disparos, era ésta. Tan sólo los separaba quince segundos de la salvación, un corto espacio de tiempo, aunque para ellos sin embargo toda una eternidad que parecía ir a cámara lenta, pues percibían el aire de los proyectiles pasar entre sus cuerpos.

Al fin, tras un esfuerzo descomunal, llegaron a la ansiada espesura salvaje del bosque, no obstante, la inercia sumada al propio horror hacía que continuasen remando sin parar. La intensa vegetación comenzaba a entorpecer la visión de los centinelas, cuyos disparos lo hacían ya sin un claro objetivo, únicamente la imaginación les ayudaba a seguir apretando el gatillo, aunque ahora con menos intensidad, desistiendo de hacerlo algunos de ellos. Pero justo en ese momento, la providencia quiso mostrar su cara más amarga. Una bala perdida que cruzaba entre la espesa vegetación, desviada y rechazada varias veces por la intersección de arbustos, hizo que la mala fortuna se cebara con Marvin, dándole de lleno. Los tres observaron impotentes cómo caía desplomado sobre la balsa. Desalentados por su compañero, pero con toda rabia sacada de lo sobrehumano, continuaron los tres remando sin parar, hasta que al fin oyeron desaparecer el sonido sordo de los últimos disparos.

Con algo de fortuna, habían conseguido distanciarse del peligro lo suficiente como para no ser vistos; el cauce serpenteante del río en esa zona les ayudó a burlar el envite desaforado de los centinelas.

No obstante, Marvin yacía sobre la balsa inconsciente. El rostro estaba bañado en su propio líquido rojo. Un reguero de sangre recorría su pecho hasta estancarse entre varias oquedades que formaban las cañas de la estructura dañada. El proyectil le había atravesado el hombro izquierdo. Rápidamente, Peter, con una mano, taponaba la herida sangrante mientras que con la otra le tomaba el pulso en el cuello. Eddie y Norman continuaban remando con fuerza mirando de vez en cuando el trágico escenario.

—¡Se nos va, Marvin se nos va! —exclamaba impotente Peter.

Percibían el latente peligro a sus espaldas; sin embargo, era urgente socorrerlo, antes de que perdiera más sangre. Rápidamente remaron unos metros más hasta desaparecer por completo de la posible vista de los centinelas. Y de inmediato, protegidos por un macizo de vegetación, Eddie ordenó atracar en la orilla derecha justo en un pequeño y suave meandro. La particularidad de la zona permitió inmovilizar la balsa. Mientras tanto, Peter cosería con destreza ambos orificios que dejó el proyectil al atravesar el cuerpo de su compañero.

—Gracias a Dios que le ha dado en el hombro —suspiró Eddie, alerta en todo momento.

—Sí —afirmó Peter examinándolo atentamente—. Parece una herida limpia y creo que no ha roto ningún hueso. Por suerte, la bala ha salido por el otro lado.

Con un poco de agua en la cara, Marvin recobró el conocimiento. Recostado sobre su propia mochila, se encontraba con los orificios desinfectados y con varios puntos dados en cada uno de ellos.

—Debí reservar… —dijo nada más abrió los ojos, y algo entrecortado— una de aquellas petacas de whisky.

—Es imposible hacerte perder el buen humor ¿eh?, viejo zorro —sonreía Eddie, contento por verlo de nuevo despierto.

La pronta recuperación de Marvin los animó.

Pero a escasos quinientos metros, los centinelas aún confusos por la aparición de aquellos hombres, se organizaban por grupos para ir en su busca. Con anterioridad, jamás habían tenido que utilizar sus armas en las inmediaciones de cualquiera de las bases. Para éstos era pura diversión, todo un día de esparcimiento ante tanta apatía en medio de ninguna parte. Sin embargo, la orden recibida fue clara y concisa: «¡Bajo ninguna circunstancia debéis dejarlos escapar! ¡Los queremos vivos o muertos!».




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© Jorge Ramos, 2019