EL SECRETO DE TIAMAT: PARTE TERCERA - Zona Oscura: Capítulo 38 - Donde el Sol se pone para siempre



Apertura Polar Sur “El Anillo. Zona Oscura”

Para ellos la vida cambiaría radicalmente. Ya nada volvería a ser igual. Sus viejas creencias se desmoronaron como una figura de arena en la orilla de una playa. Todo lo que leyeron, incluso estudiado a lo largo de toda la vida, ahora ya no tenía el menor sentido. Lo habían visto con sus propios ojos. Experimentaron en sus propias carnes una nueva realidad, muy diferente a la que estaban acostumbrados a vivir, a percibir como auténtica y única. Una especie de nostalgia mezclada con algo de rabia les recorría todas las células del cuerpo. Ahora comprendían que en cierto modo habían sido embaucados, necesariamente, hacia una aventura difícil de explicar, pero sobre todo imposible de creer. Pues, ¿hubo aceptado la misión Eddie si el Doctor Clarence le hubiese mostrado la verdad? Seguramente habría creído que estaba ante un científico loco levantándose enfadado del asiento y saliendo disparado de aquella mansión pensando que había perdido el tiempo.

La verdad trascendía mucho más que todo lo demás. La humanidad estaba siendo engañada y manipulada por unos seres ajenos a nuestro planeta. La superficie de la Tierra se había convertido en una jaula donde, inconscientemente, los seres humanos vivían con sus almas encerradas presas del miedo en un recipiente al que llamaban cuerpo. La conciencia humana había sido inteligentemente manipulada para que no tuviese cabida otra realidad que la que nos habían creado artificialmente. ¡Habían dormido nuestra conciencia, nuestra alma! Tan solo una cosa lograba darnos un atisbo de esperanza: nuestro corazón, el músculo del que nos habían hecho creer que solo servía para bombear sangre hacia las diversas zonas del cuerpo; sin embargo, tenía un potencial mucho mayor; una energía vital invisible al ojo humano se movía a través de él; un campo magnético que vibra con las emociones del amor, con los sentimientos y que, sabiéndolo emplear, ningún ser, por muy avanzado tecnológicamente que pudiese estar, lograría controlar sin nuestro consentimiento. Solo el cerebro era manipulable, y de modelarlo se encargaron nuestros falsos gobernantes. El control mental fue la terrible arma para someter a la raza humana, manteniéndola ocupada con cosas mundanas y superficiales, creando a nuestro alrededor una realidad ilusoria en la que nos encontrásemos inmersos en una absurda competición por conseguir cosas materiales, buscando sin cesar lo que creímos siempre que era la felicidad y, de esta forma, impedir que mirásemos hacia nuestro interior, pues sabían que no podrían combatir contra eso; contra nuestro corazón.

El único camino posible que ofrecía resistencia a esta manipulación era el mismo que Eddie y sus compañeros estaban recorriendo hacia el interior de la Tierra; la búsqueda de nuestro propio interior, conocernos a nosotros mismos, recordar quienes fuimos y descubrir que existe algo más allá de lo que jamás habíamos imaginado. Todo lo demás no tenía la menor importancia.

Por la orilla del acantilado, durante varios kilómetros, anduvieron cabizbajos, pensativos, sin pronunciar una sola palabra. Ahora comenzaban a entender lo que realmente estaban haciendo allí. Habían aceptado la auténtica realidad y deseaban más que nunca ayudar a la humanidad a liberarse de las cadenas, aun conociendo el riesgo que entrañaba para sus vidas y la de sus propias familias. Pero solo el hecho de intentarlo ya merecía la pena y estaban dispuestos a llegar hasta el final.

Tal y como fue pronosticado por el anciano Ciak, los Dracontes habían localizado sus rastros en el bosque; no obstante, como si se tratasen de inocentes niños, decenas de esferas de luz intentaban captar su atención. Los híbridos genéticamente modificados y programados para dar caza al grupo de exploradores, se distraían con los orbes al igual que los cachorros de perros cuando, en vano, intentan agarrar con sus pezuñas un travieso reflejo en el suelo de un jardín. Con sus espantosas garras trataban de atrapar las imposibles esferas, mientras ellas se divertían distrayendo la atención de éstos y, de esta forma, logrando alargar el tiempo necesario para que Eddie y sus compañeros pudiesen llegar sin peligro a la “Zona Oscura”.

La fatiga acumulada en los músculos y la inestabilidad sensorial habían disminuido de manera significativa. El extraño jugo vitamínico que recibieron del anciano Ciak les hizo recuperarse físicamente. No obstante, bien es cierto que, aún tenían que hacer un gran esfuerzo para no perder el equilibrio cuando miraban hacia arriba, pues de manera inconcebible para sus mentes podían observar tierra firme sobre sus cabezas. Acostumbrarse a aquella extraordinaria percepción visual les costaba más de lo que habían pensado.

Poco a poco iba alejándose la gran cordillera, y el plano de Izaicha fue de gran ayuda para continuar en la dirección correcta. La zona escarpada de las montañas dejaba paso al terreno boscoso con abundante vegetación; enormes árboles que con sus extensas ramas parecían querer alcanzar la parte opuesta de “El Anillo”. Sin embargo, la luz del Sol ya no les acompañaba. Sólo podían percibir en el cielo la tenue luminosidad de su reflejo, como una especie de atardecer de color rojizo.

Recorrieron una amplia distancia que, probablemente en condiciones físicas normales, hubiese cansado sus piernas, pero no fue así; de manera incomprensible no sentían fatiga alguna. Si bien una extraña sensación de bienestar, como si el corazón latiera menos deprisa de lo habitual, y la respiración para oxigenar los pulmones se viese gradualmente reducida. Del mismo modo, era como si sus cuerpos fuesen más ligeros de lo normal.

—Llevamos bastantes horas sin parar —comentó Eddie, deteniéndose delante del grupo—. Podríamos descansar un rato.

—Me da igual. Como queráis —contestó Marvin.

—No sé vosotros, pero… llevo varios kilómetros que me encuentro mejor que antes —explicó contrariado Peter —. Por mí podemos continuar.

—Yo tengo la misma sensación —apuntó Norman.

—Me gustaría saber de qué está compuesto este jugo —dijo Eddie después de echar un trago.

—Es curioso, pero ha sido a raíz de beber esto —observaba Peter.

Continuaron caminando hasta encontrar una pequeña ribera de varios metros de ancho, en la que el agua fluía tranquila entre los riscos y cantos rodados. Hubiesen continuado la marcha sin forzar de no ser porque la poca luminosidad del cielo dejó de brillar. La oscuridad cayó rápidamente sobre ellos. Y enseguida prepararon un fuego con ramas secas desprendidas de los gigantescos árboles. Algunas sensaciones extrañas comenzaron a acrecentarse aún más, pues los troncos parecían ser más ligeros de lo habitual, o quizás, ¿aquella pócima mágica les había hecho ser más fuertes? Los cuatro se preguntaban lo mismo, aunque no le dieron mayor importancia.

Alrededor del fuego, las llamas iluminaban sus figuras acostadas, y empezaron a evocar a sus seres queridos, también pensaron en el día en que llegaron a la Antártida, y en cómo cambiaron sus vidas a partir de entonces.

Los guijarros, cantos rodados y demás elementos pétreos, no parecían afectarles por el hecho de estar tumbado sobre ellos. Era como si de repente sus cuerpos hubiesen perdido peso. Pero sus pensamientos estaban distraídos en otras cuestiones; eran demasiadas emociones y sentimientos juntos.

Mientras tanto, sonidos armoniosos se desprendían del pequeño afluente del río cuando, sutilmente, acariciaba la orilla pedregosa, creando novedosas vibraciones a las que el oído humano no estaba acostumbrado a percibir. Incluso los sonidos de insectos o el mismísimo roce de las propias hojas de los árboles parecían ser distintas. Alguna energía misteriosa hacía del entorno un lugar casi mágico a los oídos y demás órganos sensoriales. Sin embargo, ellos estaban demasiado enfrascados en otras preocupaciones para conseguir apreciarlos.




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© Jorge Ramos, 2019