EL SECRETO DE TIAMAT: Capítulo 2 - Un paseo con las Ski-doo

—¡Dios mío, Eddie! —gritó Peter con el rostro desencajado desde el asiento derecho de atrás, y ya cuando los motores del avión se encontraban detenidos. Los músculos de su cuerpo se habían vuelto rígidos como los de una momia— ¡Esta vez sí que me has asustado de verdad! ¡Pensé que no salíamos de esta!

—Ya te advertí que no iba a ser un paseo —contestó Eddie al tiempo que se encogía de hombros.

—Espero que esto sea lo normal cuando uno va de expedición a la Antártida —dijo resoplando Peter de forma esperanzadora.

Eddie no quiso responder a eso y giró su cabeza hacia el copiloto, su amigo Marvin Gray, mientras éste resoplaba de tranquilidad haciendo un gesto cómplice con la mirada.

Una vez la tensión muscular volvió a la normalidad, después del accidentado y eterno aterrizaje, los cuatro desembarcaron perfectamente ataviados con mono, anorak con capucha de color negro, botas y gafas. Todas las prendas estaban protegidas con aislante térmico para atenuar las bajas temperaturas. Cada cual llevaba un macuto a la espalda, provisto de todo tipo de herramientas y utensilios técnicos de última generación para rescate y supervivencia.

—¡Vamos! ¡No os quedéis ahí mirando! —exclamó Eddie—. Echadme una mano. Tenemos que sacar la lona y cubrir el avión antes de que pierda más temperatura.

—¿Cubrir el avión? —preguntó Norman extrañado.

—Sí, las fuertes ventiscas podrían enterrarlo por completo —contestó Eddie—, y lo que es peor, el frío congelaría los tres motores, haciendo que fuese prácticamente imposible ponerlos en marcha.

—Y, además, de esta manera cuando regresemos estará aún calentito —bromeó Marvin.

—Déjate de chistes y pongámonos manos a la obra —gruñó Norman.

Marvin Gray y Norman Henderson encarnaban el día y la noche. El primero era el bromista del grupo. También piloto de la marina de los EEUU y compañero de batallas de Eddie. Tenía la misma edad que éste. Un tipo extrovertido donde los hubiera. Siempre dispuesto a animar las fiestas, incluso cuando no lo eran. De ojos verdes algo hundidos y abundante pelo castaño claro, siempre peinado hacia el lado derecho. La nariz presentaba una pequeña ondulación en su mitad, cosa que no le afeaba el rostro. De apariencia bastante larguirucha; un metro ochenta y siete centímetros lo hacía el más alto del grupo. A menudo disponía de una increíble habilidad natural para saber cuándo y cómo debía levantar la moral de sus compañeros. Aunque a veces sus bromas cruzaban el umbral del importuno.

Por el contrario, Norman Henderson era un tipo rudo y misterioso, no le agradaban las bromas, sobre todo si se las hacían a él. De carácter reservado, «es como convivir con un extraño» decían sus padres. Jamás contaba nada de su vida, y muy poco se sabía de su intimidad; oculto y sombrío en su personalidad donde casi nadie tenía cabida. Aun así, era una persona tremendamente leal, en la que se podía confiar plenamente. Un corazón enorme lo caracterizaba; ofrecía su vida, si ésta fuese requerida, por ayudar o salvar a otra persona. Sus ojos negros y algo rasgados, aunque no demasiado grandes, podían atravesarte con una mirada un tanto inquietante. De rostro huesudo y pómulos prominentes. Le gustaba ir siempre rapado o como mucho cortado al milímetro. Rondaba los cuarenta y tenía un metro setenta y cinco centímetros de altura, cosa que compensaba con su extraordinaria forma física de gran masa muscular. Trabajaba para el gobierno como guardaespaldas. Su hobby era coleccionar armas de fuego. Igualmente, compañero de Eddie en la guerra, ambos se ayudaron mutuamente en situaciones comprometidas, por lo que entablaron una buena amistad.

De inmediato, comenzaron a cubrir el Ford Trimotor, dejando algo descubierta la zona del portón lateral derecho destinado para descargas, el cual sirvió para bajar las dos moto-nieve. La lona de color negro cubría perfectamente el avión, protegiéndolo del frío y las posibles ventiscas de aire helado mezclado con nieve, tan comunes en la Antártida. Su color oscuro serviría para absorber los posibles rayos oblicuos que ofrecía el sol, en los seis meses continuos de luz, al tiempo que facilitaría su localización posterior.

Próximos a las coordenadas donde hacía justo un año la expedición desaparecida dejó de dar señales de vida, Eddie y Marvin subieron de conductores en cada una de las Ski-doo, mientras que Peter y Norman se acomodaban en los asientos posteriores. El paisaje era de lo más desolador, ni un solo ser vivo a la vista, ni otro color que distinguir que no fuese el blanco inmaculado de la Antártida. Era todo cuanto se podía divisar. Únicamente gigantescas montañas blancas se avistaban en el horizonte helado, mientras que en el oeste el sol se mantenía firme y como agazapado en un eterno casi atardecer. La temperatura era de menos 27ºC y el viento por el momento no era demasiado molesto. Arrancaron los motores de las Ski-doo y partieron hacia las montañas más altas, tomándolas como punto de referencia.

Mientras se desplazaban por el vasto paisaje blanco, debían tomar las máximas precauciones posibles. Sus vidas dependían de ello. El riesgo de encallar, o caer por una de las múltiples grietas ocultas por la nieve, se hacía bastante probable, ya que su superficie podría no soportar el peso de los vehículos. Muchos expedicionarios desaparecieron debido a estas traicioneras grietas, cayendo en su interior y desplomándose sobre ellos grandes cantidades de hielo y nieve, sepultándolos para siempre sin dejar rastro alguno.

—¡Marvin, ve detrás de mí! —el ruido bronco de los motores obligaba gritar a Eddie—. ¡Marcharemos en fila india y reduciremos la velocidad a 20 km/h!

—¡Recibido, Eddie! —contestó Marvin de la misma forma.

—¡Mantente rezagado a unos diez metros de distancia! —ordenaba Eddie haciendo señas con el brazo. Intentaba tomar medidas en previsión a un desgraciado hundimiento por parte de una de las motos. De esta forma la otra podría socorrerla.

—¡No te preocupes, Eddie! ¡Abriré bien los ojos!

De hecho, varias fueron las ocasiones que tuvieron que dar marcha atrás y bordear lo que parecían enormes aberturas en la superficie, éstas semicubiertas de nieve. Incluso hubo situaciones en que tuvieron que levantar a pulso una de las Ski-doo para sacarla de alguna pequeña grieta. Circunstancias éstas que provocarían que tuviesen que desplazarse con una mayor prudencia si cabe, pues enseguida hubieron comprobado el peligro que tomó la empresa en un terreno tan hostil creado por la propia naturaleza.

Tras recorrer unos cuarenta kilómetros en tres horas, aproximadamente la mitad del trayecto hasta llegar a las montañas nevadas, se detuvieron para descansar y calentar el cuerpo entumecido por el intenso y penetrante frío. El viento se hacía cada vez más fuerte e insoportable. Soplaba del este, teniendo en cuenta que el norte era la dirección que habían tomado hacia la zona montañosa, ya que no tenían forma de orientarse con la brújula, cuya aguja continuaba dando vueltas sin control en el interior de su esfera de cristal.

Retomaron la marcha, pero esta vez el aire helado se tornaba cortante, multiplicado éste por el efecto de velocidad de las propias moto-nieves. Y aunque se encontraban bien protegidos con las capuchas de los anoraks, gafas especiales y una especie de pasamontañas que les aislaba del frío, el extremo de la nariz empezaba a mostrar síntomas de congelación, así mismo las orejas dejaron de tener consistencia elástica. Gracias a los guantes especiales y a que el manillar de los vehículos estaba diseñado con unos protectores al rozamiento del aire, las manos no llegaron a congelarse. Sin embargo, los dolores punzantes que padecían en todo su rostro comenzaron a dar señales de emergencia: al igual que el diseño del panel de control automático de una máquina, el cuerpo humano está apercibido de ciertos sensores que nos ponen en alerta ante cualquier tipo de problema físico.

La intensidad del viento era cada vez más elevada, levantando la nieve polvo de la superficie hasta el punto en que su envite se hizo insoportable. De inmediato, Eddie ordenó detener la marcha. Las dos Ski-doo fueron ubicadas en forma de uve de tal manera que el vértice estuviese orientado contra del viento, el cual seguía en aumento. Esto les sirvió para cobijarse. Además, el calor de los motores encendidos los protegió del intenso frío, al menos hasta que amainara la fuerte ventisca. Gracias a ello, pudieron soportar los más de veinte minutos que duró.

Al fin, la violencia del viento fue reduciéndose hasta que se convirtió en una simple brisa.

Una espesa nieve se encontraba agolpada en la parte delantera de los vehículos, parcialmente enterrados. Tras deshacerse de ella, continuaron hacia la zona montañosa.

Eddie y Marvin acordaron ceder a Peter y Norman los mandos de las Ski-doo.

—No estoy seguro de poder conducir un aparato de estos —advirtió Peter con gesto de preocupación.

—No tengas miedo —le tranquilizó Marvin sonriendo—, es como llevar un coche descapotable por la costa.

—¿Habéis observado algún tipo de rastro por el camino que pudiera ser sospechoso? —preguntó Eddie al grupo.

—Nada de nada —dijo Marvin.

—Sólo hielo —contestó Peter moviendo la cabeza.

—¿Y tú Norman, has visto algo? —insistió Eddie.

—No estoy seguro… —respondió meditativo con la vista perdida—. Por un instante, me ha parecido ver algo por el rabillo del ojo —concluyó girando la cabeza a su izquierda y señalando hacia arriba. Su rostro era de confusión.

—¿Quieres decir que has visto un avión mientras íbamos conduciendo? —quiso saber Eddie.

—No me pareció que fuese un avión ya que no hacía ruido —aclaró Norman con cierta inquietud—. Tampoco puedo dar más detalles porque al girarme ya no estaba, había desaparecido. Sin embargo, juraría que me ha ocurrido varias veces.

—Podrían ser síntomas de hipotermia —interpuso Peter—. Pero no te preocupes, lo más lógico es que haya sido la refracción de la luz del sol que tenemos justo detrás. Estamos rodeados de nieve y grandes masas de hielo, éstas, debido al reflejo del sol, puede dar lugar a ilusiones ópticas —explicó con enorme tranquilidad. —¡Vaya! No hay nada como tener un buen científico a mano —comentó Marvin.




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© Jorge Ramos, 2019