EL SECRETO DE TIAMAT: Capítulo 21 - Persecución maldita



Apertura Polar Sur “El Anillo”

Protegidos por la caprichosa forma del meandro, se mantuvieron agazapados durante unos minutos. El tiempo mínimo y necesario para curar a Marvin de sus heridas y que éste se restableciera lo suficiente como para poder continuar. Sin embargo, el grupo apenas había recuperado el aliento cuando se vio obligado a poner rumbo de inmediato. El olor a pólvora quemada aún se podía respirar en el ambiente, y les angustiaba terriblemente el hecho de que todavía era posible percibir el rumor de las voces que propiciaban los centinelas, cuyo infierno custodiaban implacablemente y del que por fortuna los cuatro lograron salir con vida; si bien, la situación era similar a la que se produce cuando un indefenso cervatillo se encuentra bajo el acoso de un hambriento león. Había que salir de aquella zona cuanto antes.

Marvin recobró la consciencia y su hombro, pese a que le dolía, se encontraba curado y perfectamente vendado. No obstante, su brazo izquierdo estaba débil y en unos días no podría forzarlo demasiado. En cuanto a la balsa, aunque estaba algo astillada, había soportado con dignidad los impactos; mantenía un aspecto bastante sólido y la estabilidad continuaba siendo aceptable.

El escenario bélico se hallaba excesivamente cerca; el runrún de los disparos aún les resonaba en los oídos. Embarcaron nuevamente a toda prisa y dejaron que la corriente del río los llevase lejos de allí.

Ya con la tranquilidad de saberse distanciados de la base unos kilómetros, un nuevo paisaje les recibía. Los árboles iban desapareciendo dando lugar a una esplendorosa pradera verde; flores diversas impregnaban colores desordenados en su manto aterciopelado: violetas, amarillas, rojas, naranjas... Toda una maravillosa panorámica. Un artista bajo los influjos de su musa parecía haber creado aquel espectáculo, y el serpenteante cauce del río, justo en medio de aquella sensacional belleza, rubricaba la obra de arte con tinta de plata.

El grupo se encontraba absorto por tan extraordinaria creación de la naturaleza. Sin embargo, algo hizo desarmonizar el ambiente apacible en el que estaban inmersos, casi olvidando el terrible escenario dejado atrás hacía tan sólo unos minutos.

Un ruido de fondo inquietó a Eddie.

—¿Habéis oído eso?

—¿Como una especie de zumbido bronco? —contestó Norman con otra pregunta.

—Sí, algo parecido —afirmaba Eddie.

Marvin y Peter no lograban oír absolutamente nada, y aunque intentaron poner atención, continuaron deleitándose de aquella exquisitez visual.

Pero tan sólo unos segundos después, el sonido se hizo más evidente.

—¡Me temo que son los motores de al menos dos lanchas! —intervino Norman con muestras evidentes de preocupación.

Eddie lo miró alarmado durante un instante porque intuía que lo que decía su compañero era cierto. Y acto seguido le preguntó:

—Según la intensidad del sonido, ¿a qué distancia crees que podrían estar?

—No lo sé con exactitud —argumentó—, pero creo que a varios kilómetros, tal vez a cinco o a seis. Si no me equivoco, calculo que en menos de diez minutos nos habrán alcanzado.

La respuesta de Norman los sobrecogió, y como un ser siniestro arrastrándose sobre la balsa, la angustia iba de nuevo poco a poco apoderándose de ellos.

Aquella noticia dejó a Peter asustado como a un niño tras una pesadilla.

—¡Oh, dios mío! ¡Vamos a morir!

Norman lo intentaba tranquilizar cogiéndolo del hombro.

—Cálmate amigo, eso no va a ocurrir.

Marvin, preocupado por su estado, ya que no podría ayudar a remar en plena facultad, propuso:

—Abandonemos la balsa y corramos por la pradera hasta encontrar algún lugar donde escondernos.

—Creo que no es una buena idea —explicaba Norman—. La masa forestal se encuentra a varios kilómetros de la orilla. No llegaríamos con vida. Nos encontrarían dándonos caza como a animales.

—Además —apuntó Eddie—, seguramente también nos estén buscando por tierra. Creo que lo más sensato sería continuar por el río hasta alcanzar de nuevo la zona arbolada, inaccesible para sus vehículos; podríamos ocultarnos entre la maleza. Aquí no tenemos ninguna posibilidad.

Norman asintió con la cabeza. Sin embargo, Peter contempló desalentado el estado de Marvin, algo débil por la pérdida de sangre.

—No os preocupéis por mí chicos, estoy bien —resolvió éste ante las miradas abatidas de sus compañeros.

—La corriente del río ha aumentado bastante —expuso Eddie, intentando dar ánimos ante la situación—. Si remamos con fuerza estoy convencido que podremos escapar.

Éste agarró su trozo de caña que utilizaba como remo y comenzó a paletear con determinación. Acción que espoleó al resto del grupo. Marvin, que hasta ese momento navegaba en proa junto a Eddie —en el lado de babor—, se intercambió con Norman a una posición más favorable de la balsa en la que podría hacer un mayor esfuerzo con su brazo diestro.

En efecto, la corriente del río se había visto incrementada considerablemente, por lo que la velocidad a la que se desplazaban era aún mayor, aminorando la diferencia que probablemente pudiera existir con las lanchas a motor. Una suerte que esta vez sí corría en favor de ellos. Si bien, la estabilidad de la estructura, algo deteriorada tras el encuentro con los centinelas, iba en detrimento al aumento de velocidad, y el esfuerzo por mantenerse en equilibrio también era mucho mayor, como mayor era el riesgo de caer al río.

Avanzaban a toda prisa, y las aguas cada vez más bravas, elevando sus crestas como los delfines emergen sus aletas, parecían acompañarlos en un viaje sin retorno. Sin embargo, a sus espaldas percibían la maldita pesadilla de ser acribillados nuevamente, cosa que hacía que la concentración no decayese ni un solo segundo. Remaban sin cesar en un estado de extrema excitación, el pavor de ser alcanzados les incitaba a hacerlo de esa manera.

De lejos, muy de lejos aún, comenzaba a camuflarse el rugido de los motores con el alboroto de las aguas. Sin embargo, las lanchas cargadas de centinelas armados y dispuestos a satisfacer la adrenalina acumulada, ignorantes aún de tener al alcance de su mano a los perseguidos —gracias a otro tramo sinuoso del cauce del río que les impedía ver más allá—, ganaban terreno.

Para el grupo, la hermosa pradera que contemplaban a ambos lados del río, de repente, se había convertido en un terrorífico corredor de la muerte. Parecía no tener fin la maldita llanura; y lo que era aún peor, en el horizonte no se apreciaba indicios de zona forestal, ni maleza alguna, tal y como había pronosticado Eddie. La angustia en sus rostros reflejaba lo evidente, pues un terrible dragón los acecharía de un momento a otro descargando su ira por sus gigantescas fauces; tal era ya el rugido de las lanchas. ¡Cómo ansiaban una zona de intensa vegetación que los protegiera! Para desdicha suya, el cauce del río enderezó su rumbo, de modo que, a popa comenzaron a apreciar de lejos las lanchas motoras como puntos negros en un fondo coloreado. Igualmente, los esbirros advirtieron la balsa y aceleraron los motores al máximo mientras lanzaban una especie de grito en forma de júbilo, alzando al aire sus armas de fuego. Sin duda, el momento de diversión esperado por ellos, ya que sólo era cuestión de tiempo darles caza.

Lejos de darse por vencidos, e indefensos por completo ante la manifiesta tragedia que se les venía encima, continuaron remando hasta la extenuación. Pero muy poco podían hacer contra la velocidad mecánica de las lanchas, ya muy próximas a ellos.

Marvin comenzaba a resentirse de su herida, mas trataba de impedir que se le notase. El tremendo esfuerzo hizo estallar varios puntos de sutura y sangraba nuevamente de manera abundante dejándolo cada vez más débil. Sin embargo, los mercenarios, lejos de condonarles la vida, se mostraban cada vez más excitados; no ofrecían tregua alguna. Ya escasos doscientos metros separaban a los exploradores de un exterminio seguro. La situación era tan evidente que relajaron los motores y esperaron pacientes a tenerlos tan cerca como para descargar a placer en sus cuerpos toda la artillería. El deseo de los centinelas fue que la excursión no acabase tan pronto; de tal tamaño era el gozo que experimentaban.

Pero de repente, justo en ese momento, un desconcertante ruido de fondo comenzó a mezclarse con el rugir de las lanchas. Paradójicamente, éstas empezaron a desacelerar mucho más su velocidad. Y una gran confusión comenzó a apoderarse de todos. «¿Qué diablos está ocurriendo?» No podían saberlo. Pero aquel extraño sonido se convirtió en un bullicioso estruendo, por momentos más estrambótico y ensordecedor.

—¡Detened los motores! —ordenó el oficial al mando de los centinelas—. ¡Veamos el espectáculo, chicos! —comenzó a reír ante el inesperado escenario que se había presentado.

Tal fue la concentración y esfuerzo que emplearon en remar, que no advirtieron a tiempo de la espeluznante aproximación de una gigantesca catarata.

Ya resignados con el cruel desenlace que les deparaba el azar, abandonaron los remos y los cuatro se miraron con rostros derrotados, como si entre ellos se estuviesen despidiendo para siempre. Habían llegado al final del recorrido. La sumisión del terrible destino fue acompañada de una completa relajación muscular. Una muerte aceptada trazaba cierta serenidad, pues contra la corriente del río no podrían luchar jamás, la misma que en un principio les salvó de los centinelas, y que después de forma contradictoria e injusta sería la que irremediablemente les haría caer por un enorme torrente de agua de más de cuarenta metros de altura.

Los mercenarios, detenidos a contra corriente con sus lanchas motoras, parecían divertirse ante aquella situación.

Fue tan sólo un abrir y cerrar de ojos cuando la balsa rebasó el borde de la catarata a una velocidad extraordinaria, despedida hacia adelante en el aire como un disco de hockey sobre hielo, y cayendo los cuatro al vacío mientras veían como pasaba en un instante todo el transcurso de sus vidas. Cada uno por un lado y con movimientos espasmódicos, todos parecían querer agarrarse a algo invisible en el vacío. Gritaban desconsoladamente durante los interminables cuatro segundos que duró el descenso hacia una enorme poza natural de aguas turbulentas.

Durante el descenso, Marvin terminó perdiendo el conocimiento, Eddie y Norman sin embargo intentaban aferrarse a la vida, y Peter cerró sus ojos evitando observar las tinieblas.

Ya en la turbia y embravecida agua debido a la continua tromba que caía desde lo alto, sumergidos en ella y casi asfixiados, con la escasa fuerza física que les mantenía vivos, los tres luchaban por salir a flote del interior. De manera sin igual, daban brazadas convulsivamente hasta conseguir impulsarse hacia la luz, hacia una superficie espumosa e indomable que parecía querer empujarlos hacia el oscuro abismo. Pataleando como pudieron, bien hacia un lado, bien hacia el otro lado de la cascada, lograrían alcanzar la orilla abrupta y desigual del estanque. Primero lo hizo Peter, que la fortuna lo haló hacia una especie de minúscula playa con arena fina y blanca; luego Norman un poco más allá, sobre unos matorrales; y por último Eddie que se sujetó como pudo a unas rocas justo en frente. Estos dos consiguieron arrastrar sus cuerpos fuera del agua, justo donde Peter los esperaba tendido boca abajo mientras expulsaba con dificultad el líquido contenido en los pulmones.

Desfallecidos, el cielo celeste era su único punto de referencia durante los primeros minutos. Tiempo que emplearon en completo mutismo para recuperarse físicamente, mas sobre todo para poder asimilar la situación del duro golpe moral que supuso la pérdida de su compañero y amigo Marvin.




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© Jorge Ramos, 2019