EL SECRETO DE TIAMAT: Capítulo 32 - Atrapados entre las oscuras y frías paredes de la agonía



Apertura Polar Sur “El Anillo”

Era una gran caverna abovedada, más o menos circular, de unos cincuenta metros en su diagonal más larga. En las zonas más bajas su altura era de quince metros, y unos veinte en la más alta, coincidiendo ésta justo por donde se precipitaron.

Peter, aún tendido, dirigió el foco de luz de la linterna hacia esa zona de la bóveda, y observó que levemente continuaba cayendo unas gotas de agua sobre la poza natural donde afortunadamente cayeron. Su forma era casi redondeada, de unos quince pasos de longitud en la parte más alargada. Después, inclinó un poco su espalda y comenzó a alumbrar el resto de las abruptas paredes. Se incorporó completamente y después de caminar unos pasos en círculo se dejó caer de rodillas; una risa nerviosa se apoderó de él al comprobar que no existía ningún hueco para salir de allí. El eco de sus carcajadas retumbaba por todos los recovecos de la bóveda.

Sus compañeros, sorprendidos por la actuación casi teatral de Peter, fueron incorporándose poco a poco evidenciando por ellos mismos la trágica situación en la que se encontraban.

La segunda linterna comenzó a parpadear hasta agotarse. Los cuatro quedaron sentados y agotados tanto física como moralmente. No sobraban fuerzas para pensar en nada, solo podían dejarse llevar por la terrible desesperanza mientras se sabían atrapados en una burbuja subterránea de sólida roca. La resignación no debía formar parte del plan. Había que pensar en algo. Pero la terrible oscuridad no dejaba que fluyeran las ideas con normalidad; la mente quedó bloqueada por el desasosiego. Ahora, el pánico no era porque una terrible bestia les perseguía, sino porque dentro de algún sitio sin salida y totalmente a oscuras, parecía que estuviesen en las mismísimas fauces de un gigantesco monstruo.

Sin embargo, aunque no percibían el terror físico tan cercano como antes, éste, como si de una niebla espesa y oscura se tratase, se aproximaba lentamente y sin pausa hacia ellos. Pues, ¿qué mayor terror existía que una muerte lenta y segura?

En este caso, el abandonarse a las garras de la agonía no era lo mejor. Eddie se levantó de un salto y cogió la tercera linterna y, exhaustivamente, examinó cada rincón de la caverna; pero no encontró una miserable grieta por donde escapar. Todo el esfuerzo por huir del Draconte había sido en vano, solo habrían conseguido demorar la muerte unos días más, incluso podían ser semanas, ya que al menos, agua no les iba a faltar.

Eddie se negaba a creer que ese iba a ser el final del recorrido, que él y sus compañeros morirían encerrados en aquel lúgubre y oscuro sitio. «¿Por qué tuve que escoger aquella galería?» pensó. Miró hacia el hueco de la bóveda, pero estaba demasiado alto como para alcanzarlo de alguna forma.

Obstinado, volvió a examinarlo todo y, gracias a eso, en una zona del techo, comprobó que había unas vetas más oscuras, muchas de ellas vacías. Alumbró justo debajo y, esparramadas por el suelo, vio varios trozos de raíces fosilizadas, casi transformadas en carbón por el paso del tiempo; el propio movimiento de las placas tectónicas habría hecho posible que llegasen hasta allí.

—¡Chicos¡ ¡Ayudadme! —el eco rebotó por toda la galería—. Tenemos que coger todas estas raíces y amontonarlas en ese otro sitio. Intentaremos encender un fuego con ellas.

—¡No podemos hacer eso! —interrumpió Peter—. Acabaremos asfixiados por el humo y el propio fuego consumiría todo el oxígeno de la cueva.

—El humo se irá por el hueco de arriba —apuntó Marvin—. No habrá ningún problema.

—El efecto chimenea no es posible en este lugar, para eso sería necesario una entrada de aire en la zona inferior. En pocos minutos, el humo se concentrará en toda la cueva y moriremos por inhalación de monóxido de carbono —explicó el científico.

—Lo sé Peter. Pero no queda otra que arriesgarnos —dijo convencido Eddie—. Si conseguimos encender un fuego, el movimiento del humo nos podría advertir de una posible corriente de aire.

—Y así averiguar dónde existe un resquicio para intentar abrirnos paso por él —añadía Norman.

—Así es —asintió Eddie.

Peter miró fascinado a Eddie por la maravillosa reflexión, e inmediatamente comenzó a amontonar los trozos de raíces descompuestos.

Así lo hicieron todos. Al menos, tenían bastante combustible fósil para mantener el fuego encendido varios días. En primer lugar, separaron todas las raíces más pequeñas y podridas para desmenuzarlas. Éstas servirían de chasca para ayudarles a prender la primera llama. No tardaron mucho en conseguirlo. Los fragmentos más pequeños amontonados fueron suficientes para que la chispa prendiera con relativa facilidad. Añadieron varios trozos pequeños, y éstos consiguieron encenderse rápidamente. Después, poco a poco, fueron incorporando los pedazos más grandes.

Al fin, la luz se abrió paso en la oscuridad. De manera extraordinaria toda la caverna comenzó a tener otro aspecto, y las llamas del fuego la iluminaron sin necesidad de utilizar las linternas. La moral del grupo se restableció considerablemente. Aunque aún quedaba lo más esencial sin duda ese fue un paso importante.

Se sentaron alrededor del fuego y pusieron la ropa a secar.

La temperatura ambiente de la cueva era bastante agradable, no hacía ni frío ni calor. Pero las cálidas llamas del fuego les daba un plus de tranquilidad y motivación para continuar luchando por sobrevivir.

Abrieron las bolsitas de piel que Nainsa, amablemente, antes de que abandonaran el poblado, les preparó con diversas semillas de frutos secos, raíces y tallos comestibles, y las dosificaron y repartieron a partes iguales. Para no morir de hambre, tenían suficiente alimento para casi una semana; una raíz, un tallo comestible y cinco semillas de frutos secos diarias para cada uno. El agua no era un problema.

No era demasiado abundante el humo que salía del fuego, pero fue lo suficiente como para observar que se esfumaba rápidamente por el hueco del techo dejado por ellos al caer. Las raíces descompuestas que se desprendieron de la bóveda habían dejado un pequeño resquicio lo suficientemente grande como para que un hilo de aire corriera hacia dentro, consiguiendo de esta forma hacer de tiro para los gases. Con resignación, comprobaron que aquellas minúsculas grietas eran igualmente inalcanzables para ellos. La amargura y el desánimo volvieron a hacerse presente en el grupo.

—¡Jamás saldremos de aquí! —dijo consternado Peter, meneando la cabeza.

—No digas eso. Ya se nos ocurrirá algo —tranquilizaba Norman.

Eddie, aunque no estaba seguro de que pudiera funcionar, extrajo de las mochilas todas las cuerdas de escalada que lograron recuperar de la balsa cuando ésta se despeñó por la catarata, y que sirvieron de amarres para su fabricación. Por sus compañeros y también por él mismo, tenía que intentar hacer algo. Comprobó que las cuerdas, o lo que quedaba de ellas, estaban en muy malas condiciones; deshilachadas y bastante desgastadas por el roce de la embarcación. Su experiencia como escalador le decía que era casi imposible, pero no se conformó, su obstinación era más fuerte, e intentó hacer una prueba de resistencia en la pared. La sujetó a un gancho que previamente clavó en la roca a un par de metros de altura, para comprobar que aguantase el peso de su cuerpo. Efectivamente, sus malos presagios se hicieron realidad. La cuerda iba cediendo hasta romperse.

Después de aquella tentativa, los rostros se vinieron aún más abajo.

—Tomemos nuestra porción individual de alimento—sugirió Eddie disimulando su consternación—. Seguro que con el estómago lleno y un buen descanso nos ayudará a pensar en algo.

Después, sobre las mochilas, se echaron alrededor de un fuego tranquilizador, aunque igualmente inquietante; su único gran aliado en aquella desgraciada situación. El crujir de las llamas, junto con el eco armonioso producido por las gotas de agua que besaban la poza pausadamente, hizo de la resignada relajación un profundo sueño.




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© Jorge Ramos, 2019