EL SECRETO DE TIAMAT: Capítulo 33 - Nos vigilan



Boston (Massachusetts)

En casa de Ángela, a primeras horas de la tarde, también se respiraba una tensa preocupación. De sus compañeros aún no habían recibido noticias, quizás para ellas era lo mejor. Se sentían vigiladas y forzadas a una reclusión. Una situación incómoda que les hacía estar en alerta permanente.

Ángela subió al piso superior, a su habitación. Era una casa bastante amplia, de dos niveles. La planta alta disponía de cuatro grandes habitaciones, dos de ellas estaban en desuso, aunque completamente amuebladas y en perfecto estado para las visitas. Las examinó por si faltaba algo y abrió sus grandes ventanales de par en par para airearlas; los rayos del Sol entraron hasta el fondo. Volvió a su dormitorio, era el más grande de la vivienda, con un baño completo y un gran vestuario en su interior. De los muebles comenzó a sacar prendas de vestir, toallas y varias mantas para repartirlas en cada una de las habitaciones en las que se instalarían su amiga Mary y Kat. Con nostalgia, se detuvo a mirar una cajita que Eddie tenía sobre una balda del armario, donde coleccionaba todo tipo de pequeños objetos inservibles; le gustaba conservar cualquier cosa que consideraba importante o guardara algún recuerdo sentimental: tickets, notas, conchas de mar, monedas de otros países, algunas semillas de árboles, o incluso pequeñas piedras con formas extrañas de los muchos viajes por el mundo que realizó con Ángela. No pudo resistirse en cogerla y se la llevó a los pies de la cama, donde se sentó y la abrió con delicadeza. Le atormentaba pensar que algo le pudiera pasar a su marido, e intentaba contrarrestar cada pensamiento negativo que recorría por su mente con bonitos recuerdos de las muchas experiencias que vivieron juntos. «No se atreverá a dejarme sola» meditaba mientras sacaba algunos de los objetos del interior de la caja, haciéndole rememorar momentos inolvidables. De todos ellos, le llamó especial atención uno en particular; era un trozo de papel doblado puesto bajo una mariquita de metal; el misterioso autómata que el Doctor regaló a Eddie. Sin embargo, solo sintió curiosidad por lo que pudiese contener aquella nota; no era otra cosa que el nombre y la dirección del Doctor Clarence Sandoval. «¡Este fue el hombre que le ofreció el empleo!» recordó sorprendida y con rabia. Arrugó el papel con fuerza en el interior de su mano y volvió a poner la cajita en su sitio.

Y bajó rápidamente las escaleras.

—¡Chicas, tengo la dirección del hombre que les contrató! — exclamó entrando al salón.

—¿Dirección…? —preguntó desconcertada Mary.

—Sí. Es el hombre que lo llamó por teléfono, y tengo su dirección.

—¿Insinúas en querer hacerle una visita? —preguntó sorprendida Mary—. ¿No será demasiado peligroso?

—Desde luego —apuntó Kat—. Sería como entrar en la cueva del oso.

—Es posible, pero… si le preguntamos qué es lo que está ocurriendo a lo mejor nos da alguna información. Él es el principal responsable de todo esto, y tendrá que darnos algunas explicaciones —manifestó indignada Ángela.

—Quizás tengas razón —dijo Mary—, al menos que nos asegure si ellos se encuentran bien.

—No parece mala idea —comentó Kat—. Al fin y al cabo, solo vamos a preguntar por ellos. ¿Qué puede haber de malo en eso? —aunque por una parte Kat sabía del peligro que conllevaba, por otra se alegró que sus compañeras decidieran hacerlo. Su naturaleza le negaba a quedarse de brazos cruzados.

Antes de salir, Kat quiso recorrer todas las habitaciones de la casa, para desde las ventanas, de forma sigilosa, comprobar que no había nadie vigilando desde el exterior. Todo parecía tranquilo y normal en un día frío, aunque soleado.

Ángela dejaría a la pequeña Lisa con sus abuelos maternos, que vivían dos manzanas más abajo. La niña estaría más segura con ellos, y ella misma se sentiría más tranquila sabiéndolo, mientras investigaba sobre el estado de su marido.

Las tres cruzaron la calle de manera acuciada, y se dirigieron al automóvil que Kat estacionó justo en frente cuando llegó, era un precioso Chevrolet Sedán del 51, de color granate. Que no hubiese nadie vigilándolas por los alrededores les hizo sentirse más seguras; era un tranquilo barrio residencial, de lujosas casas unifamiliares, rodeadas de jardín propio. Subieron al coche, y Kat arrancó.

Mientras conducía por las avenidas de la ciudad, todas las miradas, por muy normales que fuesen, eran siempre sospechosas para ellas; sentían la extraña sensación de estar siempre observadas por alguien. Cualquier señal, gesto o manifestación extraña por parte de algún individuo era motivo de tensión y angustia.

Para llegar a la dirección que estaba escrita en la nota, tuvieron que atravesar toda la ciudad. La oficina del Doctor Clarence se encontraba casi a las afueras, en un antiguo edificio en propiedad, donde igualmente vivía, aunque solitario, sin familia a la que cuidar o que lo cuidasen, excepto con Jim el mayordomo. Sus salidas eran siempre por motivos profesionales, y raramente se encontraba fuera de casa.

Kat no se atrevió a entrar al parking exterior del edificio, por lo que estacionó su Chevrolet fuera del recinto, junto al acceso principal de la propiedad. Con relativa calma, comprobó que disponía de su pistola en el interior de su chaqueta, la cogió y comenzó a recargarla. Desde el asiento de atrás, a Mary le empezaban a temblar las piernas, y Ángela, que se encontraba en el asiento del copiloto, la observaba intranquila; jamás habían estado en una situación parecida ninguna de las dos, y aquel tenso ambiente les producía un cierto espanto.

—Si lo preferís, podéis quedaros dentro del vehículo —dijo Kat al verlas algo violentadas por la situación.

—De eso ni hablar, quiero entrar también —declaró Ángela—. Mary, quédate tú si quieres.

—¿Yo…? ¿Aquí…? ¿Sola…? —su cara descompuesta lo decía todo. No iba a quedarse de ninguna de las maneras.

Dejaron atrás el arco grande cuyo desvío a la derecha accedía al parking exterior. Pero otro pequeño camino peatonal atravesaba directamente el cuidado y hermoso jardín, y llegaba justo a la entrada principal de la mansión.

Curiosamente, la puerta se encontraba entreabierta. Desconcertada, Kat miró a sus compañeras. Percibía que algo no andaba bien y sacó su pistola tomándola fuertemente entre las manos. De forma sigilosa, entraron al gran recibidor, miraron en derredor, y de repente, se sobresaltaron al escuchar un extraño sollozo, seguido de un lamento con murmullos entrecortados que parecía provenir de la planta alta. Atemorizadas, subieron muy despacio por las amplias escaleras de caracol hasta el distribuidor, y una de las puertas de enfrente estaba abierta por completo; el lamento parecía salir de allí. Kat agarró bien su pistola y se dispuso a entrar. Justo en el lado derecho del escritorio, vio tendido en el suelo a un hombre mayor algo rechoncho, con el rostro empapado en sangre. Una bala parecía haberle atravesado el cerebro. Sin embargo, aún estaba con vida, y Jim, su inseparable mayordomo, con lágrimas en los ojos, le sujetaba la cabeza.

Inmediatamente, Kat guardó su pistola y se presentó como policía. Mary cogió el teléfono y llamó directamente a la ambulancia.

—¿Eres… Ángela…? —preguntó con la respiración ahogada el Doctor Clarence.

—No, soy Kat. No se esfuerce hablando. Pronto llegará la ambulancia.

—Yo soy Ángela —dijo inclinándose y cogiéndole del brazo.

—Su ma…ri…do…, dí…gale que lo sien…to —entrecortaba sus palabras el Doctor.

—No se preocupe ahora por eso —lo tranquilizó apretándole la mano.

—El… inteee… intee… riorrr… —decía asfixiándose mientras las tres se miraban desalentadas—. Tiiiee… rraaa… —hacía pausas intentado recuperar el poco aliento que le quedaba—. Eee… llooos…

De manera agonizante, estas fueron las últimas palabras del Doctor Clarence; después, exhaló su último suspiro, como si saliera toda su alma por la boca, momento en que Ángela notó su mano aflojarse.

El mayordomo desconsolado, no dejaba de sujetarle la cabeza que se desplomaba entre sus brazos. Fueron muchos años de su vida sirviéndole y entre ellos siempre existió cierta confianza y respeto mutuo. Con lágrimas en los ojos y totalmente afligido exclamó:

—¡Entraron unos hombres vestidos de negro y le dispararon sin más!

Una vez que Kat cooperó con los agentes de policía en el informe de lo sucedido, y tras algunos minutos de interrogación, las tres, destrozadas, regresaron a casa.

Sus últimas palabras las trastornaron muy profundamente, no consiguieron entender lo que el Doctor Clarence quiso decirles antes de morir. Aunque lo que verdaderamente les aterrorizaba era el hecho de que los asesinos se adelantaran a su movimiento.

—¿Cómo es posible que consiguieran saber que íbamos a visitarle? — preguntó ensimismada Kat.

—¿Y si fuese eso…? Quiero decir que… lo que el Doctor pretendía decirnos era precisamente el motivo de que ellos se nos adelantaran —explicaba Mary.

—¿Intentas decir que ellos sabían de antemano lo que el Doctor iba a revelarnos y por eso acabaron con su vida? —cuestionó Ángela.

—¿Por qué no?

—Puede tener sentido —apuntó Kat—, y ahora que lo pienso, quizás ocurriese algo similar con el asesinato del ex agente Irving. Es probable que utilicen algún tipo de dispositivo con el que oír conversaciones a distancia. En la agencia donde trabajo he oído que lo usan para el espionaje.

—Me gustan las novelas policíacas —decía Mary—, y según cuentan en ellas, ponen cerca pequeños micrófonos para escuchar las conversaciones privadas.

Ángela se aterrorizó al oír eso y, nerviosamente, comenzó a dirigir su mirada por todo el salón. Puso su dedo índice sobre sus labios, y preguntó susurrando:

—¿Han podido entrar en mi casa para instalar algún dispositivo?

—Pudiera ser —asintió de la misma forma Kat—. Con tu permiso, deberíamos examinar todos los rincones de la casa —le dijo al oído.

Durante más de dos horas, las tres comenzaron a rebuscar desesperadamente por todas las dependencias; bajo la mesa, en los cajones de los muebles, en el interior del sofá, camas, detrás de los cuadros… No dejaron un solo sitio donde escrutar con esmero; sin embargo, incomprensiblemente, y para sorpresa de ellas, el resultado fue negativo.

—Quizá fuesen meras casualidades y nosotras llegáramos justo en el momento del crimen —explicó Ángela.

—No sé, algo no me cuadra —dudaba Kat—. Han sido tantas coincidencias en tan poco tiempo… —aún tenía en mente el asesinato del ex agente Irving Weiss.

—Recuerdo que el Doctor dijo algo sobre… ¿tierra? —expuso Mary—. ¿Qué querría decir con eso?

Todo era bastante confuso, además de sobrecogedor para ellas. Cualquier movimiento que realizaban era precedido por un terrible asesinato. Las ideas se iban agotando, e ignoraban qué hacer para averiguar la verdad sobre ello.

Mientras tanto, las preguntas sin respuestas eran cada vez más numerosas, y martilleaban una y otra vez sus cabezas: realmente, ¿por qué fueron enviados a la Antártida? ¿Qué debían encontrar allí? ¿Por qué había gente a la que no le interesaba que se supiera? ¿Qué existía detrás tan importante, y con tanto misterio, como para que incluso fuesen sacrificadas vidas humanas?




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© Jorge Ramos, 2019